Dioses Terrenales

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  PROLOGO

        Orlando, Florida. Mayo de 2011.

Con los últimos rayos de sol, las garzas azules más rezagadas abandonaban las orillas del lago Tibet, elevándose al cielo majestuosamente, en busca de un merecido descanso tras una agotadora jornada de pesca, mientras que decenas de aficionados a los deportes náuticos amarraban lanchas y motos de agua y se dirigían con resignación al aparcamiento, cargados con sus esquís y tablas, al finalizar una calurosa y no menos extenuante tarde de diversión.

El campo de golf adyacente al lago también iba quedando desierto por momentos y sus monitores contemplaban, con suspiros de auténtico alivio, como los pseudo aficionados abandonaban las instalaciones tras una larga tarde tratando de reducir su handicap infructuosamente. Por suerte, pronto daría comienzo un torneo profesional y podrían deshacerse durante unos cuantos días de aquellos ricachones ineptos que destrozaban sin contemplaciones un metro cuadrado de césped con cada golpe. Para eso pagaban... ¡Faltaría más!  

Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, la paz y la tranquilidad más absolutas se iban adueñando, como cada noche, del exclusivo complejo residencial de Bay Hill; un reducto elitista situado al sur de la ciudad a salvo de inoportunas visitas turísticas e incursiones de curiosos.

A aquellas horas, la mayoría de sus afortunados residentes paladeaban una suculenta cena en compañía de sus familiares y seres queridos, mientras otros disfrutaban de las maravillosas vistas al lago, acomodados en mullidas tumbonas, desde la privilegiada situación de sus pomposos jardines, casi siempre decorados con pésimo gusto.

 Totalmente fuera de lugar en aquel entorno paradisíaco, donde el dulce aroma del dólar flotaba en el ambiente e incluso podía percibirse paseando por sus calles, se emplazaba una antigua edificación, evidentemente construida cuando el lugar no era más que unas desiertas colinas a las afueras de la ciudad. Los múltiples intentos de los residentes de Bay Hill a lo largo de los años por conseguir su demolición habían resultado infructuosos y, ahora, simplemente la ignoraban.

 Su pequeño grupo de moradores no era, ni mucho menos, tan agraciado como sus pudientes vecinos.

 Para los residentes permanentes del 6068 de Apopka Vineland Road no todo resultaba tan idílico.

Haciendo añicos la armonía de sonidos de la plácida noche floridana, un Pontiac Firebird negro del 88 avanzaba a toda velocidad en dirección sur por Bayan Blvd. Al alcanzar el cruce con la carretera del condado 435, giró violentamente a la izquierda, en una maniobra un tanto suicida, y continuó por Apopka Road hasta detenerse unos metros más adelante a la derecha de la calzada, con innecesaria brusquedad, frente a una espantosa y estilizada cancela de hierro forjado, flanqueada por dos vetustos pilares de piedra, en uno de los cuales, aunque cubierto parcialmente por alguna especie de planta trepadora, podían adivinarse aún un seis y un cero grabados sobre una enmohecida placa de latón.

El conductor se tomó su tiempo antes de alargar al brazo por la ventanilla y pulsar, no sin esfuerzo, el botón del pequeño intercomunicador, ya que éste se encontraba situado de forma que pudiese ser alcanzado con facilidad desde vehículos más altos y no desde el, endiabladamente bajo, asiento de un deportivo, como era el caso.

Pasados unos minutos de tensa espera, por fin, el intercomunicador cobró vida. Hubo un breve intercambio de palabras entre el conductor y la hastiada voz al otro lado del altavoz, tras el cual, la puerta comenzó a abrirse con un desagradable chirrido. El Firebird entró en cuanto hubo espacio suficiente para hacerlo y puso dirección hacia la construcción principal del complejo, atravesando una amplia explanada de asfalto, a la derecha de la cual se erigía un gran bloque de granito que anunciaba al visitante la no muy agradable naturaleza de las instalaciones: “Bay Hill Psychiatric Center.”

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