Capítulo 3 parte 3

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La conversación con la directora del Instituto se alargó bastante más de lo deseado. Durante casi media hora, Alicia, que así se llamaba, me sometió a un exhaustivo interrogatorio acerca de cada ínfimo detalle del levantamiento y sobre lo que había descubierto en mi inspección ocular del cadáver. Aquello me resultó bastante extraño, ya que la jefa siempre nos dejaba bastante margen de maniobra y no solía inmiscuirse de esa forma en el trabajo de ningún miembro de la plantilla.

Cuando al fin logré cortar la comunicación, mi cuerpo se dirigió con premura a reunirse con Cristina y con mi mente en la sala de autopsias. Para colmo, mi curiosidad se había visto aún más alimentada al descubrir, en mitad de la conversación, que Berta tampoco había sido la portadora de las noticias concernientes a “mi homicidio”. Así que, de momento, me quedaba sin saber quien le había ido con el cuento a la jefa antes de poder confirmar mis sospechas. Y lo peor de todo, con la certeza casi absoluta de que si Cristina no mentía y realmente no le había comentado nada, era materialmente imposible que Alicia se hubiese enterado del asunto. Solo yo conocía mi hipótesis del homicidio cuando minutos antes había telefoneado al Instituto. Como mucho podría haberse enterado de que se había producido un suicidio, pero no más de eso.

Todas aquellas divagaciones se diluyeron como una pizca de sal en el océano cuando, al reunirme con Cristina y José Damián, contemplé atónito lo que allí estaba sucediendo.

Ella se encontraba a un lado de la mesa con los brazos cruzados, observando con expresión grave en su rostro como, desde el otro lado, el auxiliar completaba la disección de los músculos laterales del cuello.

Me quedé sin habla, lívido. Antes de poder articular una sola palabra, Cristina giró la cabeza al percatarse de mi presencia y se explicó.

—No había nada fuera de lo común en la piel del cuello, de modo que hemos empezado la disección a ver que encontramos en la laringe y... —se interrumpió bruscamente y, al cabo, añadió—. Bueno, tú ya sabes de sobra como va esto.

—¿Có... cómo que no había nada raro? —tartamudeé—. ¿Es que no has visto la marca rojiza, más o menos del grosor de un hilo de coser, que atravesaba el surco de ahorcadura de parte a parte? —pregunté, entre indignado y desesperado, tras advertir con pesadumbre que, tal y como se había realizado la disección, ya no habría modo alguno de hacerla visible de nuevo.

—Yo no he visto ninguna marca como la que me estás describiendo, Sergio —aseveró con rotundidad, volviendo a fijar la mirada en el trabajo que el auxiliar llevaba a cabo con maestría.

—Pues yo la he visto perfectamente. Solo había que fijarse un poquito —repliqué de malos modos—. Además, ¿se puede saber por qué coño habéis comenzado la autopsia sin mí? Se supone que yo soy el responsable de este caso.

El rostro de mi compañera adquirió una expresión a medio camino entre culpable y compasiva.

—Mira Sergio, yo no he visto nada raro. En mi opinión esto es un suicidio de lo más corrientito. Y lo de empezar sin ti... —Me pareció que buscaba una excusa convincente— era solo por ganar tiempo, tengo muchos informes urgentes que redactar esta mañana en el Instituto. El juzgado de guardia está a tope.

Seguir con aquella discusión no tenía sentido. No llegaríamos a ninguna parte.

Negando con la cabeza, me disponía a colocarme unos guantes de exploración con el firme propósito de descubrir algún indicio en la autopsia que apoyase mi teoría cuando, de repente, recordé que había tomado algunas fotografías del dichoso surco. En ellas sí debería observarse la tenue línea rojiza que Cristina, de manera inexplicable, parecía haber pasado por alto.

Eché mano de la cámara, que había dejado en la encimera junto a los escalpelos y los tubos de ensayo ya preparados para recoger muestras de sangre del cadáver, agarré a Cristina, quien, sorprendida, profirió un ahogado gritito, y la conduje prácticamente a rastras hasta el despacho.

—¿Qué crees que estás haciendo? —se quejó.

Haciendo caso omiso a sus protestas, busqué como un poseso por todos los cajones del escritorio el cable USB que me permitiera conectar la cámara al ordenador de sobremesa que había sido instalado en el despacho hacía brevísimas fechas, gracias a una incontable reiteración de peticiones al Ministerio. Cuando por fin di con él (por descontado, se encontraba en el último cajón en el que miré), lo así con fuerza, como si pudiera escabullirse entre mis dedos, pulsé el botón de encendido de la computadora y esperé.

—Ahora la vas a ver —espeté desafiante. Cristina permaneció callada y con los brazos en jarras durante todo el proceso.

Tras unos interminables segundos, se completó el protocolo de inicio, introduje la clave y conecté el cable a la cámara y al puerto USB 2.0 del ordenador. Inmediatamente, el dispositivo externo fue detectado. De forma automática, apareció en la pantalla una larguísima tira de imágenes en miniatura de todas las fotografías almacenadas en la memoria de la cámara. Busqué ansioso las últimas capturas hasta que, finalmente, di con un primer plano del surco de mi víctima. Hice clic sobre la imagen un par de veces y, cuando apareció a tamaño normal, invité a Cristina a observarla con un gesto de mi mano.

Ella se aproximó al monitor de pantalla plana, hasta casi rozarlo con su nariz, y pareció estudiar minuciosamente la fotografía durante unos instantes. Al cabo, se incorporó, volviendo a su posición original con ambas manos apoyadas en las caderas.

—Yo ahí no veo nada, Sergio.

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