Las ratoneras

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Hans y Greta, tal y como ya te he dicho, vivían y trabajaban en un mismo espacio dentro del castillo. Era una pequeña habitación en la parte más oscura y pobre del palacio, justo el lugar donde ni siquiera los ratones osarían acercarse.

Allí era donde Greta concebía sus grandes ideas y sus más estrambóticos inventos para que Hans los hiciera realidad con su especial habilidad para construir cosas.

La única luz de aquella sala era una lámpara de velas, la mayoría derretidas por debajo de la mitad de su altura. Desparramaba una luz temblorosa sobre la mesa de trabajo donde estaban todas las herramientas de Hans. Y ahora también él, sentado en su silla, en apariencia tranquilo. En cambio, Greta no paraba de cruzar la habitación de un extremo a otro. Tenía los dedos contraídos como temibles garras, esa era la señal que indicaba que intentar calmarla no serviría de nada y era mejor que se desahogara sola.

—¡Cazadores de ratones! ¡¡Cazadores de ratones!! ¡Ja! ¡Qué despropósito! —exclamaba sin parar un instante—. ¡No somos malditos cazadores de ratones! ¡Somos relojeros! Aunque nos pone a hacer cualquier cosa antes que nuestro verdadero oficio...

Hans se giró y la siguió con la mirada con calma, sin intentar detenerla, aceptando su comportamiento porque sabía que esa clase de explosiones formaban parte de ella.

—¡Cazadores de ratones! ¡Cazadores de ratones! ¡¡Hans!! —El chico esperó sin perturbarse—. ¡¿Por qué aceptaste semejante encargo?!

Se encogió de hombros.

—Amenazó con matarnos —respondió, con la misma calma, como si les hubiera amenazado con simples cosquillas.

—¡Tú ya habías aceptado antes de la amenaza! —le acusó ella, aunque, en realidad, lo habían hecho los dos.

Hans repitió el gesto con los hombros sin molestarse.

—Lo siento —murmuró, a pesar de todo.

No le importaba cargar con la culpa aun sabiendo que no la merecía. Cuando Greta alcanzaba esos niveles de histerismo, el único modo de que se calmara era que él mantuviera la calma hasta contagiarla a ella.

Y después de varios minutos de más paseos frenéticos por la habitación, Greta empezó a reducir su velocidad hasta que al final se detuvo y se apoyó en la mesa.

—Además quiere que los atrapemos —continuó ella cruzándose de brazos y haciendo un mohín—. Si solo quisiera que los matáramos sería mucho más fácil. Pero, ¿cómo atraparlos sin hacerlos daño?

—¿Con trampas?

—Todas las trampas que existen matan a los ratones en el acto. ¡No tendremos modo de conseguirlo!

Hans apoyó las manos en la mesa con una sonrisa.

—Siempre hay una manera —dijo sin atisbo de duda—. Y tú eres la inteligente. Estoy seguro de que se te ocurrirá el modo de lograrlo.

A Greta le gustaba cuando Hans decía que era lista. Era consciente de que su pensamiento claro y resolutivo era su mayor virtud y desde luego, prefería que Hans se fijara en eso y no en su carácter impulsivo, y a veces, irrespetuoso hacia los demás (en especial, hacia el rey).

Así que tenía que encontrar una solución como fuera.

—Necesitaríamos... una trampa que los atrapara cuando los ratones se acercaran. Una especie de... caja con algún... mecanismo por el cual se cerrara en cuanto el ratón entrara o tocara algo... —Las cavilaciones de Greta se silenciaron, pero ella le siguió dando vueltas en su cabeza sin darse cuenta de que había callado.

Cascanueces. Príncipe de los muñecosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora