Un hechizo terrible

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Ciertamente, no había objeto o trozo de queso que estuviera más en peligro en palacio que la pobre princesa; pues la Ratoncilla Reina estaba, no solo enfadada, sino furiosa y rabiosa por haber perdido su ejército.

Y había algo más, algo que nadie sabía sobre la Ratoncilla... Además de ser tremendamente astuta, también poseía antiguos conocimientos de magia oscura. Así que, aunque Hans y Greta no se hubiesen quedado dormidos mientras vigilaban (cosa que ocurrió por estar agotados después de haber estado todo el día persiguiendo ratones), tampoco habrían podido hacer mucho por salvar a la princesa del horrendo destino que le aguardaba.

Aquella noche, la Ratoncilla y su hijo, recorrieron el castillo amparados en la oscuridad y penetraron sin problemas en el cuarto de la princesa por un diminuto agujero en la pared. Todo estaba en silencio; los guardianes dormían, agotados, sobre unos sillones y la princesa hacía lo propio, a pierna suelta, en su gran cama rosa. Los ratones treparon por la colcha de esta y la luz de la luna que se desparramaba sobre ella, los alumbró.

La Ratoncilla rebuscó entre las sabanas hasta encontrar uno de los pálidos pies de la princesa, en concreto, agarró con sus patitas grises el dedo gordo y soltó una risotada. Entonces Greta se removió dormida, como si presintiera que algo iba mal, pero no llegó a escapar de su sueño.

—¿Seguro que esto funcionará? —preguntó el hijo de la Ratoncilla. Este era más grande que su madre, y tan feo y barrigudo como una rata—. ¡No me gustan los hechizos!

La Ratoncilla le dio un golpe con la mano que casi no hizo ruido.

—¡Silencio, estúpido!

Pero Hans se agitó y trató de abrir los ojos; por desgracia tampoco él pudo despertar a tiempo.

La Ratoncilla Reina clavó sus ojos en la dulce y bella princesa y sintió una nausea. Alzó sus garras y su siniestra sombra se alargó sobre la princesa cuando pronunció el terrible conjuro sobre su víctima dormida:

Ojos como el azul... volveos de piedra,

Dientes como perlas... volveos de hueso,

Tan fea como larga es la noche,

Ningún príncipe arreglará este entuerto.

Y acto seguido, mordió con saña el dedo gordo de la princesa. Esta se despertó, aullando de dolor. Y sus guardianes, Hans y Greta, despertaron también y alcanzaron a ver a la Ratoncilla y a su vástago huyendo por el agujero en la pared.

—Oh no... —se lamentó Hans—. ¡Han escapado!

—Hans —le llamó su amiga, que se había acercado a la cama de la princesa porque esta no dejaba de gimotear.

Bueno, más que gimotear, lo que hacía era gruñir como lo habría hecho un cerdo histérico, al tiempo que se sorbía sonoramente los mocos. Pero, desde luego, lo que esperaba en la cama no era un cerdo, ni tampoco la princesa. Allí había un horrendo engendro, tan aterrador como repulsivo. A la escasa luz que había en el dormitorio podía verse a la perfección el pútrido color grisáceo que teñía ese rostro deforme. De entre los finos labios sobresalían un par de dientes alargados y de tonalidad verde. Su nariz era alargada y gruesa y su pelo parecía del mismo tacto que un estropajo sucio. Aunque el resto de su cuerpo recordaba al de un humano, seguía siendo desigual y desproporcionado por algunas partes; como los brazos exageradamente largos o el cuello enjuto y casi invisible.

La contemplación de esta imagen durante más de dos minutos te ponía la piel de gallina al tiempo que te provocaba ganas de llorar o de vomitar.

—¿Dónde está la princesa? —preguntó Hans con los ojos levemente humedecidos.

—Mucho me temo que la tienes delante —respondió Greta, soportando unas terribles arcadas. Sacudió la cabeza—. Ahora sí, Hans. Ahora sí que el rey nos cortará la cabeza.


—¿De verdad que un solo mordisco de la Ratoncilla Reina pudo convertir a una bella princesa en... en... en eso?

—No fue solo el mordisco, Clara —le explicó su tío—. Fue un terrible hechizo.

—Pero, el rey no matará a Hans y a Greta por eso, ¿verdad que no?

Drosselmeyer se llevó un dedo a la frente y se quedó ensimismado mirando el techo.

—Ciertamente... el rey se enfadó mucho cuando vio el nuevo aspecto de la princesa; prácticamente se puso a darse de cabezazos contra el respaldo de su real trono ¡y sin quitarse la corona! La reina lloró, desconsolada y en un arranque de ira terrible, sí, el rey ordenó que cortaran la cabeza de los chicos.

—¡Oh, no! —exclamó Clara, cada vez más abrazada al cascanueces.

—Pero entonces... ¡algo paso!

—¿Qué pasó, tío Drosselmeyer?

El hombre sonrió.

—Que Greta gritó.


—¡Deteneos! ¡Podemos romper este hechizo!

El rey le hizo un gesto al guardia que ya había levantado su afilada espada contra el pobre Hans. Y todos en el gran salón miraron a la chica que tenía el rostro enrojecido a causa del grito y del susto.

—¿Qué es lo que insinúas, niña?

Greta respiró hondo y miró al rey, fingiendo una valentía y seguridad que no sentía realmente.

—Solo nosotros podemos romper el hechizo de la Ratoncilla Reina, pues estábamos allí cuando sucedió y aunque fuera en sueños, oímos sus palabras —explicó. Se acercó a su amigo que seguía pálido por lo cerca que había visto la muerte y le cogió la mano. Un poco por los dos, pues ella también estaba asustada—. Así que, si nos corta la cabeza... mucho me temo que la princesa se quedará tal y como está ahora, para siempre.

La reina soltó un nuevo aullido mientras la pequeña cabecita del rey empezaba a echar humo, pensando en cuál sería su decisión final. Hasta que, por fin, levantó un dedo.

—Está bien, os concedo un día para que halléis el modo de romper el hechizo —les dijo con gravedad—. Solo un día.

Cascanueces. Príncipe de los muñecosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora