Pícnic

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Simon terminó de empaquetar los bocadillos y los guardó en la cesta de pícnic que le había conseguido Penelope (a saber cómo), ya llena con manzanas, chocolatinas y botellas de agua. Por encima puso un mantel doblado (le habría gustado que fuera de cuadros rojos para completar el tópico, pero solo encontró uno con florecitas que les había dado la madre de Penelope cuando se mudaron), unos clínex (a falta de servilletas de verdad, que se habían acabado) y un ramillete de flores de plástico. Sonrió, orgulloso, y dejó la cesta perfectamente centrada en la mesa del comedor.

Penelope estaba sentada en el suelo delante del sofá, con las piernas extendidas bajo la mesa de centro, escribiendo algo muy concentrada en su ordenador. Miró a Simon por encima de las gafas mientras éste daba la vuelta a la mesa y se sentaba en el sofá.

—¿Estoy guapo? —preguntó Simon alisándose ansiosamente la camisa de cuadros por fuera de los vaqueros. Llevaba tantos años usando el uniforme de Watford como prácticamente su única vestimenta que, ahora que podía ponerse lo que quería, tenía miedo de ser un hortera total.

—Que sí —respondió ella volviendo la vista al ordenador—. Me lo has preguntado cuatro veces.

—Llega tarde —dijo Simon sin hacerle caso, mirando el reloj del ordenador con nerviosismo—. Nunca llega tarde. ¿Crees que le habrá pasado algo?

—Sí, un enjambre de puritanos le habrá prendido fuego por ser un asqueroso vampiro gay —dijo ella distraídamente, tecleando unas cuantas palabras más.

El timbre sonó justo cuando Simon le lanzaba una mirada de reproche. Se levantó precipitadamente y fue a abrir la puerta.

Allí estaba él, con parte del cabello negro recogido en un moño y el resto del pelo resbalándole por los hombros, limpiándose los zapatos en el felpudo con la gracia de un bailarín de ballet. La luz del sol lo iluminaba por detrás de una manera que a Simon se le antojó mágica.

—Hola —dijo Simon con timidez.

—Hola —respondió Baz.

Al pasar a su lado, Baz le rozó la mano suavemente. Simon se la cogió, lo atrajo hacia sí y lo besó.

—Dan caries solo de veros —dijo Penelope desde el salón.

—Pues no mires. —Simon cogió la cesta del pícnic, que Baz miraba con espanto, y se dio la vuelta para marcharse—. Hasta luego.

—Sed buenos.

Simon se dirigió hacia su coche, un Citröen C3 azul cielo, y entró ocultando una sonrisita ufana. Baz no había estado seguro de que se sacara el carné de conducir de los Normales, pero lo había hecho a la primera. Ah, qué gran satisfacción ver su cara cuando fue a recogerle a la universidad...

—¿Adónde vamos? —preguntó Baz intentando aparentar indiferencia mientras Simon se incorporaba al tráfico bruscamente; a su espalda, dos coches pitaron.

La sonrisa de Simon se hizo más ancha.

—Ya lo verás.

—Simon, te juro...

—Calla. Es una sorpresa. Confía en mí.

Baz resopló, pero no dijo nada. Encendió la radio en la emisora de música favorita de ambos; aprovechando que estaban parados en un semáforo, cogió la mano de Simon, que estaba apoyaba sobre la palanca de cambios, y le besó los nudillos. Simon dejó escapar el aire y sonrió.

—Nos vamos a estrellar.

Baz volvió a besarle los nudillos, sonriendo de medio lado.

Simon condujo hasta salir de la ciudad,y después por la autopista unos veinte minutos aproximadamente. Baz no volvió a preguntar a dónde se dirigían, pero su ceño se hacía más y más profundo con cada número que se sumaba al cuentakilómetros. Finalmente, Simon tomó una carretera secundaria y la recorrió hasta el final, de donde partían dos caminos de tierra; cogió el de la izquierda y siguió conduciendo un ratito más. El camino terminaba bruscamente; Simon dejó el coche aparcado allí mismo, sabedor de que nadie iría hasta allí, cogió la cesta de pícnic del asiento trasero y se reunió con Baz en el exterior del coche.

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