Capítulo 10

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El maestre, con los ojos llorosos, acerca a mis labios cortados una vasija de barro con agua que bebí como perro cansado.

— Descansa, Hank. Más tarde te explicaré quienes somos y mañana renacerás bajo un nuevo sol —sonrió el sujeto de túnica roja.

— ¿De qué diablos hablas? —pregunté perplejo.

Los cuatro captores misteriosos se marcharon con pasos lentos, dejándome colgado de la enorme cruz de madera.

Lo que contó el maestre era cierto. Al fundarse Aguas Claras, apenas era un niño y recuerdo que la gente vivía feliz. Los primeros Fundadores ofrecieron tierra y trabajo en la mina a quienes se mudasen al incipiente pueblo.

Aguas Claras no tardó en poblarse de familias trabajadoras que vivían en condiciones paupérrimas en la capital, Valle Escondido. Entre ellas, mis padres y yo, un gordito cachetón de tan solo cuatro años de edad.

Fue como un cuento de hadas hecho realidad. De un día para otro, pasamos de habitar casillas precarias de madera prensada y comer lo que encontrábamos en los tachos de basura, a vivir en casas de ladrillo y con dinero suficiente para elegir lo que quisiéramos comer.

La gente estaba tan agradecida con los Fundadores que colaboraron en la construcción de los servicios básicos para la comunidad. Así, en menos de un año, el pueblo ya contaba con un pequeño centro médico, escuela para todos los niveles, comisaría y hasta una calle principal donde fueron abriéndose los comercios.

Mientras papá trabajaba en la mina, mamá se dedicaba a cocinar de todo. "Que sobre, pero que nunca más nos falte", solía contestarle a mi padre cada vez que llegaba del trabajo y veía consternado un banquete para diez personas servido para la cena. Por mi parte nunca me quejé, si algo me gustaba era comer, incluso más que cazar liebres con la resortera.

Los Fundadores siempre ayudaron a todos. Recuerdo que, a los quince años de mudarnos al pueblo, papá sufrió un accidente en la mina. Una carga de dinamita explotó muy cerca de sus piernas. Los médicos lo sanaron de inmediato, pero no pudo volver a caminar sin la ayuda de un bastón.

Mi padre dejó su trabajo y mamá se angustió tanto por la idea de volver a ser pobres que enfermó gravemente de cáncer. Al enterarse de esto, los Fundadores, lejos de mirar para otro lado, ayudaron a mi familia a abrir una carnicería en la calle principal, ya que sabían que papá de joven había aprendido el oficio en Valle Escondido, el cual luego me enseñó.

Fue así que con esfuerzo pudimos salir adelante, aunque la enfermedad de mi madre seguía avanzando sin dar lugar a tregua.

Lo que ocurrió años más tarde, fue un verdadero caos. Por una parte, seguía llegando gente de la capital en busca de trabajo que ya no había, porque todos los cupos estaban completos, y por otra, apareció toda la malaria de las grandes ciudades que tenían como objetivo el dinero de los mineros. La noche parecía un desfile de prostitutas, vendedores de drogas y rateros.

Pero por si eso fuera poco, los mineros, que necesitaban más dinero para sus nuevos vicios, empezaron a exigirle a los Fundadores más y más aumentos de salario, bajo la amenaza de parar la actividad y hasta de romper todo.

Hablando mal y pronto, se fue todo a la mierda. Nos robaron más de diez veces la carnicería, no se podía caminar tranquilo por la calle, todos vivían aterrorizados. Los Fundadores no supieron que hacer y cómo era lógico que ocurriera, cerraron la mina y abandonaron Aguas Claras.

La enfermedad de mamá empeoró y luego de varios meses de agonía, finalmente murió. Papá al no aceptar su pérdida, se deprimió, no comía, tampoco hablaba, ni se levantaba de la cama para trabajar, y a los pocos meses, falleció. Fue horrible quedarme tan solo, mis padres eran mis héroes, los amaba, pero no podía bajar los brazos, ellos no lo hubiesen querido.

Por suerte pude aguantar hasta que, gracias a Dios, volvieron a tomar el control de Aguas Claras los hijos de los Fundadores. No sé cómo hicieron, pero todo volvió a ser como era antes. De a poco toda la malaria se fue yendo del pueblo, los mineros calmaron sus pretensiones de aumentos constantes de sueldo, la gente honrada volvió a caminar tranquila por la calle, fue como un milagro que ...

¿Eh, qué es ese ruido?. Parece como si alguien estuviese nadando muy cerca. Dios, no sea cosa que me ofrezcan en sacrificio a un bicho raro como en una película de terror que vi hace poco. Pero ahora se acerca con pisadas cortas chapoteando, ¿será un pato?.

— ¡Hey tú, aquí! —me desconcertó una voz aflautada que busqué sin encontrar.

— ¡Mierda, aquí abajo! —refunfuñó lo vocecita a mis pies.

¿Qué diablos?. Ese hombrecito debe medir poco más de un metro. De repente, sacude su cabellera ondulada mojada como cachorro al salir del agua y saca de un pequeño bolso, que cuelga de sus hombros, una ganzúa con la cual comienza a abrir los cerrojos de mis pies.

Siempre me cayeron mal los enanos, me incomodan. Debe ser porque a mi lado, con casi dos metros de altura, parecen aún más cortitos. Y este en particular, no me llega ni a la cintura.

— ¿Tu quién eres ... pequeñín? — pregunté con el rostro hinchado por los golpes.

— ¡Pequeñín serán tus testículos! —contestó enfurecido el enano—. Debería dejar que te pudras en esta cueva, pero le prometí al Monje que te rescataría de los Verdugos de la Peste y Alfonso siempre cumple sus promesas —colocó sus puños en la cintura cual pose de héroe y me pegó una patada en la pierna.

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⏰ Última actualización: Jan 30, 2017 ⏰

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Los Verdugos de la Peste ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora