Capitulo 1

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La respiración de Elide Lochan quemó su garganta con cada jadeo inhalado mientras cojeaba hasta el bosque empinado en la colina.

Debajo de las hojas empapadas que cubrían los suelos de Oakwald, las sueltas piedras grises hacían una pendiente traicionera, los imponentes robles estirándose demasiado alto por encima de ella como para agarrar las ramas que caían por abajo. Haciéndole frente a la potencial caída aprovechando la velocidad, Elide pasó por encima del borde de la escarpada cumbre, su pierna hormigueando de dolor cuando se dejó caer de rodillas.
Las colinas arboladas rodaron en todas direcciones, los árboles como barrotes de una jaula sin  fin.
Semanas. Habían pasado semanas desde que Manon Blackbeak y las Trece la habían dejado en este bosque, la Líder del Ala ordenándole que se dirigiera hacia el norte. Para encontrar a su reina perdida, ahora ya adulta y poderosa y también para encontrar a Candy White, quienquiera que fuese, así Elide pudiera pagar la deuda que le debía la vida de Kaltain Rompier.

Incluso semanas más tarde, sus sueños estaban plagados de esos momentos  nales en Morath: los guardias que habían intentado arrastrarla para ser implantada con la descendencia Valg, la completa masacre de la Líder del Ala hacia ellos, y Kaltain Rompier en su último acto –tallando la extraña, oscura piedra que había sido cosida en su brazo y ordenándole a Elide que se la llevara a Candy White.

Justo antes de que Kaltain volviera a Morath una ruina humeante.

Elide puso una sucia y temblorosa mano en la dura protuberancia metida en su bolsillo de pecho de cuero volante que todavía llevaba. Podría haber jurado sentir un tenue palpitar que se hizo eco en su pie, un contra latido de su propio corazón acelerado.
Elide se estremeció en la luz del sol acuosa que goteaba a través del verde dosel. El verano pesaba sobre el mundo, el calor ahora lo su cientemente opresivo que el agua se había convertido en lo más preciado.

Había sido así desde el principio –pero ahora su día entero, su vida, giraba alrededor de ello.

Afortunadamente, Oakwald estaba plagado de corrientes después de la última de las nieves de las montañas que se derritió corriendo como serpientes de las cimas. Por desgracia, Elide había aprendido de la manera difícil sobre qué agua beber.

Tres días atrás, había estado a punto de morir con vómitos y ebre después de tragar agua de una charca estancada. Tres días atrás, sufrió de temblores tan gravemente que pensó que sus huesos se agrietarían. Tres días atrás, lloró en silencio por la desesperación triste de que iba a morir aquí, sola en este bosque sin fin, y nadie lo sabría.
Y a pesar de todo, esa piedra en el bolsillo del pecho vibraba y latía. En sus febriles sueños, podría haber jurado que le susurró, que le cantaba canciones de cuna en idiomas que no creía que las len- guas humanas podían pronunciar.

No había oído de eso, pero todavía se preguntaba. Se preguntaba si la mayoría de seres humanos habrían muerto.

Se preguntaba si portaba un don o una maldición hacia el norte. Y si esta Candy White sabría qué hacer con él.

Dile que puedes abrir cualquier puerta, si tienes la llave, Kaltain había dicho. Elide a menudo estudiaba la piedra negra iridiscente cuando se detuvo para un necesario descanso. Ciertamente, no se parecía a una llave: áspera-cortada, como si hubiera sido cortada de un trozo más grande de piedra. Tal vez las palabras de Kaltain eran un enigma que tenía un significado solo para su destinatario.

Elide se descolgó la mochila demasiado ligera de los hombros y abrió la tela de lona. Se había quedado sin alimentos hace una semana y empezó a hurgar en busca de bayas. Todas ellas eran ajenas, pero un susurro de una memoria de sus años con su niñera, Finnula, le habían advertido frotarlas en la muñeca primero, para ver si producía alguna reacción.
Muchas veces, además de una gran parte del tiempo, lo hacían.

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