Era una noche fresca, el cielo cubierto de estrellas hacía resaltar la luna llena. En el barrio todas las luces estaban apagadas, menos las de los faroles que indicaban el camino de los autos y las casas que aún tenían personas despiertas dentro. Algunos grillos se oían a lo lejos, pero su canto era opacado por las risotadas de cuatro jóvenes que invadían el espacio. Las mujeres cerraban sus ventanas al escucharlos pasar y los hombres simplemente les gritaban que cerraran sus bocas, pero ellos no hacían caso. Se habían apropiado de las calles sin pedir permiso. Y les fascinaba.
Recorrían las calles todas las noches, disfrutando de la libertad que ya no se les prohibía. Corrían, bebían, gritaban, molestaban. Pasaban su tiempo visitando ciudades: nuevas, viejas, hasta abandonadas. Su curiosidad era más grande que la de un gato, pero nunca llegó a matarlos. Al ser ellos los que controlaban sus vidas, nadie se atrevía a detenerlos. Y si alguien lo intentaba, no salía con vida. Llegado el momento, los cuatro se habían aburrido de simplemente caminar y decidieron que era hora de implementar sus conocimientos recientemente aprendidos: robar y allanar.
Comenzaron con objetivos simples, tales como estaciones de servicio y propiedades públicas. Lograban llevarse dinero y cosas valiosas sin ser vistos por mucho tiempo, pero eso también les resultaba aburrido. Lo que necesitaban era acción de verdad, persecución. Allí fue cuando los hogares dejaron de ser seguros para los demás. De todas formas, habiendo ingresado en millones de casas, creando disturbios y quitado cosas de los demás, nunca fueron atrapados. Esa es la única razón por la cual seguían con vida luego del inicio.
Pero ahora eran oficialmente libres. Su jefe les había otorgado la inmunidad luego de tantos años de duro entrenamiento y práctica: ahora contaban con protección asegurada dentro y fuera de su empresa, ya no corrían riesgo ni de ser despedidos o asesinados. La única razón por la cual se les debía quitar la inmunidad es si se pone a la organización en aprietos, cosa que los cuatro tenían en cuenta y nunca harían. Aprendieron a respetar sus escondites y a tomarlos como hogares, y ellos nunca tratarían de destruir su pequeña y humilde casa. Al menos no apropósito.
Esa noche en particular no tenían ningún plan. La suerte y el destino los llevarían hacia un lugar desconocido donde encontrarían su aventura.
—Nunca pensé que nos dejarían salir —dijo uno de ellos a la vez que metía sus manos dentro de los bolsillos de su jean. Su cabello largo hasta casi los hombros se volaba con el viento dándole una sensación de paz que no sentía desde hace mucho tiempo—. Al inicio ni siquiera pensé que iba a llegar tan lejos con vida.
—Ninguno de nosotros lo hizo —respondió el más alto, sin embargo el más joven y el que más sufrió los cambios. Su cuerpo era parecido a un palito de helado y su mente era la más inocente de todas. Desde que su entrenamiento comenzó, cada aspecto de él cambió drásticamente. Conservaba algo de su inocencia todavía, pero aprendió a controlarla y a pensar más rápido en cada elección que le daba la vida.
—Yo sí, en realidad —comentó el que parecía ser el más seguro de la situación. Siempre se mostraba firme ante todo, aunque siempre con un sentido del humor que llamaba la atención. Al comenzar con su nueva vida, comenzó a teñirse el cabello en símbolo de rebeldía, aunque la mayoría lo confundía, pensando que se trataba de una persona extrovertida y sin problemas. En este momento lo tenía de un color rojo intenso, "intenso como yo" había dicho.
—Oh, por favor. Tú fuiste el primero en decir que nuestra mejor opción era el suicidio —exclamó su compañero, que estaba tratando de recoger su pelo en un desordenado rodete.
—Fueron tiempos oscuros, hermano, pero siempre pensé que en algún momento íbamos a salir de esa maldita caja. Estoy seguro de que el inicio fue complicado para todos los que decidieron colaborar con ellos.