Interludio: Hazel

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La voz mecanizada de una reportera anunciaba el estado de la tormenta de nieve más fuerte de Moonstone en la última década. Recomendaba a los ciudadanos la permanencia en los hogares por al menos cuatro horas más, tiempo aproximado que los estudios meteorológicos escatimaban que durase la tormenta. Hazel escuchaba la transmisión amortiguada de la radio mientras se acurrucaba en un ovillo junto a la puerta de la tienda familiar cerrada y se frotaba entre sí las manos entumecidas. Era consciente del peligro de estar expuesta a la tormenta, la hipotermia podía llegar a ser mortal. Ya tenía las puntas de los dedos azules, su cuerpo no dejaba de temblar y su mente estaba abotargada por el frío. Quería acostarse en posición fetal y dormir para acabar con su gélido sufrimiento.

Había llegado a la ciudad con su madre desde Nueva Orleans hace dos semanas, pues su padre les había organizado la mudanza y pagado el arriendo en una descuidada pero funcional casa de dos pisos ubicada en la zona meridional de la ciudad, donde el ajetreo urbano era menor y había prevalencia de varios inmigrantes de raza mestiza y negra. Se le había bautizado como el barrio Hyb, diminutivo de la palabra hybrid.

Hazel intentó no tomarse a mal la no sutil discriminación de tanto los habitantes de Moonstone al nombrar ese sector así como de su padre al mandarla allí. Después de todo, junto con su madre, estaba acostumbrada a lidiar con cosas como esas cada vez que se topaba con algún blanco. Pero definitivamente no estaba acostumbrada a la hostilidad de parte de personas de color. No fueron recibidas de manera amigable, y cada vez que Hazel salía de su casa, podía sentir que sus vecinos la miraban con recelo y se alejaban. Incluso una vez un niño le lanzó una piedra mientras le gritaba que se fuera.

Hazel le rogó a su madre que regresaran a su hogar, pero su opinión fue relegada. La mudanza también venía con un nuevo y mejor trabajo para su madre en las joyerías locales y ella le pidió a Hazel entender que los beneficios de la mudanza contrarrestaban los desaires. 

Aunque tuviera a su madre, Hazel se sentía devastadoramente sola. Extrañaba tanto Nueva Orleans, sus amigos, la unidad con los vecinos. Los ojos se le aguaron por pensar en ello.

—¿Qué haces aquí?

Hazel levantó la cabeza, limpiándose las lágrimas con las mangas de su abrigo. Desde la acera, un hombre alto, delgado y vestido de negro se alzaba como el tronco desnudo de un álamo. Venía con guantes y un paraguas, también negros. Lo único fuera de tono era su bufanda tejida, de color verde pasto. Hazel no podía ver su cara por culpa de la tormenta, pero su piel era tan pálida que se confundía con la nieve que revoloteaba a su alrededor. Supo que le había hablado a ella porque no había otra alma presente.

—Mi casa está como a una milla de aquí —respondió Hazel después de carraspear para que su voz no castañara tanto como sus dientes—. Mi padre me prometió que vendría, pero nunca cumple lo que promete. No sé por qué le creí, ni siquiera sabría encontrarlo porque no lo conozco.

—Ya veo.

El hombre se adentró al porche de la tienda. Estando resguardado de la tormenta, su rostro se expuso con mayor claridad y Hazel observó que no podía ser mayor que ella. Sin embargo, su mirada parecía desprovista de lo que caracteriza a la juventud. Sin luz, sin ilusión. Cerró el paraguas y asentó la punta en el suelo mientras sujetaba el mango, apoyándose ligeramente como si se tratara de un bastón.

—¿Qué cosa ves?

—Hades me citó aquí por ti.

Hazel se sobresaltó.

—¿Eres uno de sus subordinados?

El muchacho hizo una mueca, como si Hazel le hubiera insultado.

—Soy uno de sus vástagos, al igual que tú. —Suspiró, ablandando su expresión—. No pensé que acudiría pero vine porque me pareció extraña su petición, a estas alturas. También me dio un teléfono inteligente como el que tienes en las manos. —Instintivamente, Hazel trató de ocultar más su celular entre sus mangas y sus rodillas. Ese chico sí que era observador—. También ha escondido su rostro y su nombre real de mí. ¿Crees que sea coincidencia?

—Oh... —Los ojos de Hazel se enturbiaron y no continuó hasta que transcurrió un minuto entero—. ¿Y por qué sigues aquí, si ya sabes que no vendrá? ¿Tampoco tienes cómo volver?

—No dejaré a alguien que ha caído en desgracia por culpa de mi padre pudriéndose en ella. Tengo un auto estacionado en la calle del frente. Puedo llevarte a tu casa.

Hazel recordó lo que siempre le decía su madre: no hables con extraños, y menos aún confíes en ellos. Pero había algo en ese chico que le inspiraba confianza. Quizá el hecho de que sus palabras eran certeras y tenían sentido completo. Y que era su única oportunidad de evitar morir congelada.

—¿Cuál es tu nombre?

—Nico. Di Angelo.

—Yo soy Hazel Levesque. —Ella sonrió, ya decía que esas características faciales no eran propias de Norteamérica. Se levantó y estiró la mano en dirección a Nico, entorpeciendo el movimiento cuando el muchacho frunció el ceño—. ¿Qué, ustedes los italianos besan en lugar de estrechar la mano?

Por un segundo, en los ojos de Nico centelló una chispa.

—En Italia se dan apretones de mano a desconocidos y tres besos a los conocidos, empezando por la mejilla izquierda, a diferencia de las otras culturas europeas. —Hazel se embelesó escuchándolo, al menos hasta antes de que prosiguiera, lo cual la sonrojó y le hizo sentir entre avergonzada y furiosa. Nico pergeñó una mueca de desdén—. Pero no estamos en Italia, y yo no toco americanos.

—Pues yo prefiero pudrirme de frío a subirme en autos de xenofóbicos racistas.

Nico atrapó bruscamente su mano, levantándola hasta la media de la altura de los ojos de ambos, Hazel mirándolo ceñuda y retorciéndola hasta que fue soltada.

—Te toco porque no tengo nada en tu contra y en vista de eso subirás a mi auto.

Hazel tuvo ganas de mandarlo al diablo, pero Nico volvió a abrir su paraguas y estiró la mano libre en su dirección, tal como ella había intentado en un principio. Después de un corto tiempo de deliberación, Hazel decidió que podía darle otra oportunidad y que no valía la pena arriesgarse a morir por orgullo.

Fue introducida a un nuevo mundo desde ese momento, Nico arrastrándola a a través de la nívea y gélida calle mientras el viento arreciaba, intentando arrastrarlos hacia atrás. Hazel no hubiera podido caminar a través de la tormenta sola. El agarre de Nico era fuerte y sus piernas también. Los sentidos de Hazel se vieron bloqueados y su única esperanza y consuelo era la mano que la sujetaba, guiándola en la abstracción; su primera mano amiga que la encauzaba hacia lo seguro.

Hazel maldecía al clima y a la actitud de Nico cuando ya hubieron llegado al auto. Una leve sonrisa se había asomado como un niño curioso en los labios de ambos. Nico encendió la calefacción y le cedió su chaqueta, tibia gracias a su calor corporal. No parecía ser consciente de estar siendo atento. Ella supo, incluso desde entonces, que había encontrado a alguien a quien podía confiar su vida sin ser traicionada.

Nico di Angelo resultó ser una puerta en la vida de Hazel, una que la salvó de su estancia en la soledad y el desconsuelo, para conducirla al comienzo de una vida real con un nuevo hermano a quien amar y la creación de un potente lazo de unión que le permitió sobrellevar sus problemas con la discriminación racial. Algo mejor de lo que hubiera imaginado, algo con lo que valió la pena la mudanza y las dos primeras semanas horribles en Moonstone. Se sintió como si hubiera hallado la brújula que necesitaba para ser guiada por el camino correcto hacia su destino.

Ella no podía saberlo, pero era la primera vez en años que Nico di Angelo tocaba a cualquiera por iniciativa propia o sonreía.

Following a dream, literallyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora