Salí de casa a las 4 de la madrugada. No tenía ni la más mínima intención de dormir, así que, ¿Para qué perder el tiempo regocijándose en la cama? No me molesté en cambiarme de camiseta, me puse unos tejanos que estaban tirados en el armario, una sudadera vieja y ancha de tonos azul marino y las vans. Me subí la capucha. No me paré hasta llegar a la estación, a unos 35 minutos de mi casa. Persianas bajadas, calles silenciosas, grafitis recién hechos y basuras otra vez vacías que esperaban empezar ya el día siguiente, por lo contrario que yo.Fui hasta la taquilla, donde una chica joven masticaba chicle mientras se pintaba las uñas de un rojo intenso en todo repelente intentando parecer pija. Demasiado escote para estas horas, pensé. Al llegar me abofeteó el olor a esmalte y acetona, pero ella ni se percató. Me miró con cara de incredulidad y me dio el billete que le había pedido.
Y así, gaste los últimos 20 euros que había ganado el verano pasado, en esa ida y vuelta. Puede que parezca inútil, pero no me arrepiento para nada. Tenía 250 km por delante.
Andana 6. Fuí hasta el banco más próximo y me senté de manera desordenada. La estación estaba bacía, parecía que ya nadie quería coger ese tren. El reloj de enfrente me decía que eran ya las cinco menos cuarto. Me esperé hasta las cinco menos diez, y un leve susurro, como cuando suena la cafetera, me incito a levantarme y esperar a que el tren parara frente a mí.
Abrí la puerta y entré; un vagón destripado, viejo. Me senté al lado de la ventana para no aburrirme tanto. Mientras, el silencio se intercalaba con el sonar de las vías a modo de música de fondo. Entonces me arrepentí de no haber cogido auriculares. Pero no había nadie, así que daba igual. Abrí el móvil y dejé escoger al aleatorio. Empezó a sonar Streets of Philadelphia de Bruce Springsteen; la canción favorita de mi padre.
Puede que llorara un poco, no quiero acordarme.
El viaje pasó más lento de lo esperado y el móvil se quedó sin batería. Maldije a los fabricantes y a todas sus familias mientras soportaba las 2 horas que quedaban hasta mi destino. Vi por fin, la estación tan familiar y a la vez tan desconocida. Había llegado. Salí de allí a las 8 menos 10, mientras un torbellino de gente se empujaba por entrar al mismo tren del que yo bajaba. Hombres de traje y maletín y mujeres con faldas de tubo y tacones, como en las pelis americanas, aunque también gente normal. Era un caos. Subí las escaleras mecánicas hasta la primera planta y salí a la calle.
Se me cerraron los ojos al ver la luz del sol pero seguí caminando. Hasta que lo tuve delante. Entré en el edificio con las llaves viejas y ya casi oxidadas de mi padre. En ese llavero también viejo con un escudo de un equipo de fútbol que no conocía y él no se había molestado nunca en mencionar. La luz se colaba por las cristaleras de las escaleras y te hacía sentir como si un aura te abrazara, lentamente, era hasta dulce.
Subí peldaño por peldaño hasta llegar a lo más alto del edificio. Abrí la puerta que daba a la terraza comunitària. La puerta chirrió. Parecía que yo era la única de este grandioso mundo que tenia la paciencia y tiempo libre de más para subir hasta ahí. Y era irónico, porque no vivía en ese edificio. Los tendederos de ropa se balanceaban al son del viento débil, desnudos, pelados y más flacos y raquíticos cada día. Daba pena. Aún así, yo me esforzaba por recordar la de veces que tendíamos las sábanas de colores, y jugábamos al escondite por toda la terraza. O la vez que me dió por plantar un girasol y obligaba a que fueramos cada dia a la terraza a ver si había crecido o no.
Pero entre todo ese sunami interior de recuerdos... Cerré los ojos. Noté que mi pelo se elevaba y el viento me acariciaba el rostro, como si quisiera decirme, " bienvenida a casa de nuevo". Se me escapó una lagrima. Abrí los ojos y no me molesté en fingir que estaba bien. No lo estaba. Pero daba igual, desde ahí se veían unas vistas que dejaban mudo a cualquiera. A mi también. Quizás por eso había escogido ese lugar. Tampoco quise romperse la cabeza pensando, estaba agotada y no quería acordar-se de por que motivo estaba allí. Me senté al borde del vacío, con los pies colgando, como me gustaba hacerlo cuando era pequeña, sintiendo eso que llamaba libertad, sin saber exactamente lo que era.
ESTÁS LEYENDO
Cuentos desordenados
PoésieÉste es un libro de cuentos, obra de mi imaginación. Espero que os guste!