"Ceguera".

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Ceguera.

Es cierto lo que dicen: cuando una persona queda ciega, sus otros sentidos aumentan para compensarlo. Sabiendo eso, y pensando en todo lo que me había sucedido, todavía no llego a una conclusión racional de cómo estos eventos tomaron lugar sin mi conocimiento. Como es obvio, no pude ver nada de ello en tanto sucedía, pero nunca sospecharía algo de esta magnitud basándome solamente en las cosas raras que experimenté.

Por supuesto que de vez en cuando oía ruidos, pero mi casa era vieja y parecía tener mente propia. Todos sus chirridos y crujidos se habían vuelto familiares para mi mientras navegaba su interior sin el privilegio de la vista. Incluso cuando las cosas comenzaron a volverse más bizarras, siempre encontré una forma de racionalizarlas. En retrospectiva, me pregunto: ¿cómo pude haber sido tan —bueno, a falta de una palabra mejor— ciega?

Mi madre había tratado de convencerme de no mudarme sola a una casa. «Sarah, una muchacha ciega no debería vivir por su cuenta», decía. Pero yo lo quería; lo necesitaba. Necesitaba probarme a mi misma que era lo suficientemente fuerte como para hacerlo. Además, siendo una chica de veinticuatro años, no quería vivir con mis padres para siempre. Y, por supuesto, no quería esperar a un hombre agradable para casarme con él y mudarnos juntos. Eso quizá nunca pasaría.

Habiendo perdido mi vista a una edad temprana —debido a un accidente absurdo con químicos de limpieza de calibre industrial—, conocía demasiado bien los matices de aprender a crear un mapa mental de mis alrededores.

Cuando me mudé a la casa vieja en un inicio, usé mi bastón exclusivamente. Lo sacudía de atrás hacia adelante con cada paso que tomaba. Conocía un poco la posición de todos los muebles porque fui yo la que le había dado las direcciones a los agentes de mudanza. Empleé el bastón por casi una semana, usando su punta para diseñar una imagen mental de la infraestructura. El proceso de aprendizaje fue lento y torpe al principio, pero eventualmente llegué al punto donde era capaz de guardar el bastón y comenzar a caminar con precaución y con los brazos extendidos. Progresé más y me volví tan familiar con el territorio, que al final del primer mes podía caminar libremente sin el uso de mi bastón, mis manos u otro elemento.

Me volví bastante adepta para moverme libremente por la casa. No solo eso, sino que la casa estaba situada en un área un tanto rural, lo que hacía conveniente caminar a cualquier lugar que necesitara. El supermercado quedaba solo a tres cuadras. Había una inmobiliaria frente a esa calle, y un banco y una cafetería un poco más adelante. Me acostumbré a escuchar el flujo del tráfico y a temporizar las luces en mi mente; así sabía cuándo estaban encendidas los letreros de «Cruce». Ocasionalmente, un desconocido amable ofrecía ayudarme a hacerlo. Les agradecía y nos separaríamos una vez que estuviéramos sanos en la próxima vereda.

En esos días, trabajaba desde casa haciendo llamadas a pacientes que habían sido dados de alta del hospital recientemente. En esencia, estaba siendo pagada por el hospital para administrar encuestas que luego eran usadas para mejorar sus servicios. El hospital era lo suficientemente amable como para darme una computadora que contenía diferentes aplicaciones que comandadas por voz. Pasé mis días transcribiendo la llamada grabada, diciendo las respuestas de los clientes con un micrófono, y rellenando los campos de datos según la computadora.

El primer evento extraño que recuerdo fue un día que me levanté de mi escritorio de trabajo para el almuerzo. Mientras caminaba a la cocina, pateé un objeto en medio del suelo. Escuché cómo se deslizaba en la alfombra a una pequeña distancia. Sabía que no había dejado nada en mi camino, porque había pasado por ahí ni siquiera hace una hora, y no había nada en el suelo.

Me arrodillé y palpé la alfombra hasta que localicé el objeto. Un libro. Palpando el título en Braille, reconocí que era un libro de parques nacionales que tenía en mi mesa de café a cinco metros de distancia. No recordaba haber tirado el libro de la mesa. Me quedé ahí, perpleja. Mientras más pensaba en eso, menos miedo me daba. Me convencí de que, simplemente, había olvidado que tiré el libro al piso, y debí haberlo pisado o esquivado en las otras ocasiones. Devolví el libro a su lugar en la mesa y fui a preparar mi almuerzo.

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