Lo primero que pensé cuando abrí los ojos un lunes fue que aquel sería un gran día.
¿En serio?
Está bien, está bien, tal vez fue que me estaba meando, ¿de acuerdo? Pero no queda tan fino como lo primero.
Suena más tú.
Creo que ignoraré ese comentario. Lo que decía, aquel lunes me desperté con una buena sensación en el cuerpo, sí, de esas que te dan los buenos días y te lamen la cara con... Espera, ¿qué?
- ¡WiFi, deja a Helene tranquila! ¡Y tú, niña, levanta tu vago culo de la cama, que llegas tarde!
Ante los gritos de mi madre me tapé la cabeza con la almohada y gruñí desde lo más profundo de mi ser. Mi perro, un Gran Danés azul llamado WiFi, me quitó la almohada de la cara con sus grandes dientes y me instó a levantarme tumbándose sobre mi estómago. Sin aire en los pulmones que distribuir por el cuerpo, rodé desde debajo de él para liberarme y por el camino me caí al suelo. Fantástico. Los siguientes veinticinco minutos los dediqué a hacer las cosas que todo adolescente (y persona) normal hace por las mañanas para prepararse: ducharse, vestirse, desayunar, sacar al perro... Las míticas cosas aburridas que aburrirían hasta al hombre más aburrido de la Tierra. Una vez terminé con todas esas cosas, me senté en uno de los dos sofás del amplio salón, esperando a que mi padre apareciese para llevarme al instituto.
Estábamos en la última semana de clases, ya habíamos acabado todos los exámenes y la verdad es que no hacíamos gran cosa, pero por lo menos nos dejaban un poco de holgura para dedicar las horas a hacer lo que quisiésemos con tal de que fuera de provecho.
Mi padre, ataviado con su traje negro, su camisa favorita y una corbata que definitivamente más tarde le robaría, apareció por la puerta de la sala jugando con su móvil. Mi madre tarareaba distraídamente en la habitación de al lado, la cocina, mientras seguramente trataba de no incendiarla en el proceso de prepararse su ensalada matutina. Sí, mejor no preguntéis. De pronto, un grito de mi padre me hizo sobresaltarme justo cuando mis ojos comenzaban a cerrarse para inducirme de nuevo al sueño. Me dió tal susto que WiFi, tumbado a mis pies, levantó su enorme cabeza y me observó como si fuera idiota.
Tal vez en el fondo sí lo seas.
Shh.
- ¡Sí! ¡Lo he conseguido! ¡He ganado!
Mi progenitor, un hombre adulto hecho y derecho, se puso a agitar los brazos sobre su cabeza mientras hacía un "sensual" movimiento de cadera y agitaba la cabeza de arriba a abajo marcando un compás imaginario. Rápidamente le tapé los ojos a WiFi y tapé los míos propios, consciente de que aquella imagen me perseguiría hasta el fin de mis días.
- ¡Papá, hay personas delante!- exclamé con un gemido, deseando que ojalá mi madre apareciera en aquellos momentos en la puerta del salón con su típica mirada de: "vuelves a hacer eso y estás muerto".
Como si la hubiera invocado, a través de mis dedos separados vi cómo aparecía tras mi padre y se lo quedaba observando con una ceja alzada. Dirigió una mirada divertida en mi dirección. Me guiñó un ojo y, antes de que yo pudiera prepararme mentalmente, rodeó a su marido por la cintura con sus esbeltos brazos y le dejó un beso cariñoso en el cuello que detuvo por completo los festivos movimientos del otro. Inevitablemente mi cara formó una mueca de asco y se me escapó un sonoro: "Diugh".- ¿Qué celebramos, cielo?
Mi padre, aún algo aturdido por el beso, tartamudeó un poco al responderle.
- Q-que pa-pasé el ni-nivel 500 d-del Candy Crush.
Tanto mi madre como yo nos hicimos un facepalm bien sonoro. Así es como se mata el romanticismo, señoras y señores. En vez de comentar algo, mi progenitora se limitó a negar con la cabeza, a separarse de mi padre y a volver a la cocina.