{humo para esconder sin esconderse

471 60 86
                                    

Las personas no puede dejar de hablar de sí mismas. Es una rutina que alimenta el ego y libera cargos de consciencia.

Sabía que también era parte de eso, y aun así no me importaba nadie más. Ejercía el derecho de apagar mis oídos al mundo para dejar que mi mente se arrastrara como un alma vagante en el sinfín de problemas por los que no iba a mover ni un dedo.

El reloj marcaba las doce quince y yo no quería escuchar al profesor. No sabía en qué momento la clase se había vuelto tan subjetiva. Su introducción al pensamiento nihilista se torció en algún punto de la vía y ahora parecía querer abrirnos las puertas a su exquisito mundo interior. Llevaba asi una hora de relatar su experiencia con un escritor que lo había contactado felicitándolo por sus clases de filosofía en las universidades.

Los cuchicheos llevados por el aire nunca habían empezado, todo estaba sumido en un silencio expectante difícil de entender viniendo de un conjunto de estudiantes adolescentes cuyos intereses estaban más allá de las charlas existencialistas.

Eso no hizo más que inquietarme. Si al menos un avión mal hecho de papel cruzara los pupitres de mi lado hubiese tenido algo en lo que prestar atención. Pero las manos estaban quietas y los ojos proyectados en la diapositiva iluminando el pizarrón. El profesor sonreía con los ojos cerrados. Enumeraba las emociones que sintió al conocerlo, ocupó las palabras más directas para instarnos a leer alguno de los escritos que consideró interesantes y se relamió los labios sin saber de qué forma continuar con su trepidante perorata.

—Contrario a la gran concepción cristiana de la vida, en lo que se ahonda, es en una sed de librarse de las cadenas de lo moral y lo no moral. ¿Qué caso hay en dejarnos someter? ¿quién nos dice que tal cosa es mala y tal cosa no? Esa fue mi respuesta cuando me preguntó qué me había parecido el libro, y luego de eso hablamos de la vida como dos buenos compinches —relataba caminando de aquí para allá el hombre, extasiado de contar su experiencia. Otra vez.

Cansado de observar sus labios curvarse con tanto entusiasmo, ahogué un suspiro y me concentré en recordar el nombre del autor de quien estaba hablando, pero al no conectar los cables de mi memoria, entrecerré los ojos con ambos codos sobre el pupitre. Una hormiga se desplazaba en el centro.

Pensé en aplastarla, luego recordé los frascos sellados en los que conservaba insectos, cuando me escapaba por el patio trasero al cementerio apenas amanecía. Algo me pitaba en los oídos. La hormiga seguía moviéndose.

La aplasté contra la mesa y no volví a hacer nada más.

—Ahora, quiero que se saquen todas las ideas preconcebidas de la cabeza y escriban dos párrafos en los que defiendan, de cualquier forma, los ejemplos que acabamos de ver en la pizarra. Si están en contra, serán cuatro para justificar su postura. A veces es necesario ponerse en ambos hemisferios del planteamiento —el hombre se dirigió a su escritorio y sacó un montón de hojas blancas.

Antes de que pudiera llegar a la primera fila para repartirlas, mi teléfono comenzó a sonar en mi mochila. Maldije; había olvidado ponerlo en silencio.

El ruido volteó algunas cabezas curiosas y me apresuré a abrir el cierre para sacarlo antes de recibir una llamada de atención.

«Mamá»

Corté y miré al profesor. No se había dado cuenta.

Puse el teléfono en modo vibrador ocupando la mochila como escudo, su nombre apareció una vez más en la pantalla. ¿Por qué me llamaba? sabía que estaba en clase.

Desde mi lugar en la tercera fila, casi al medio, era probable que el profesor no me viera, pero sí que me escuchara. Tenía que ser algo muy importante como para que mi madre insistiera. Gruñí sabiendo que me estaba arriesgando y saqué los audífonos del otro bolsillo. Los conecté y me puse uno en la oreja disimulando con una mano.

De cómo lo corriente dista de lo exorbitante ☾Donde viven las historias. Descúbrelo ahora