Dunkles y enmascarados

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Dos de julio de 2257.

Bogotá, Colombia.

La libertad de pensamiento es una cárcel carente de barrotes capaz de conducir a los incautos a su propia autodestrucción.

La mentira de la libertad. Jennifer Ramos. Política, activista y escritora. Administradora Suplente de la Zona Tres nombrada en el 2251

El corazón de Eduardo latía demasiado rápido, casi amenazando con salirse de su caja torácica. Sus oídos le pitaban y sus manos habían comenzado a temblar. No entendía qué hacía ahí, justo en medio de la sería una batalla entre policías y guerrilla. Tampoco supo cómo, ni cuándo Raúl sacó su arma, pero sí de cuando empezó a apuntarle.

Se oyó un silbido en el lugar. El joven solo fue consciente de que se trataba de un disparo cuando una dolorosa punzada atravesó su pierna, sus extremidades fallaron y saboreo el pavimento. Se llevó una mano al muslo derecho para encontrarse con la fuente de un charco rojizo. Alzó la mirada en busca del detective en la espera de una explicación que nunca llegó. Las facciones del hombre se mantuvieron inalterables e ignorantes de su dolor, Eduardo lo comprendió de inmediato. Ese hombre no era su aliado y él se había convertido en una pieza desechable en medio de aquel escenario.

—Decidan rápido bajos —bramó Raúl, mirando en dirección a los dunkles bajos cuyos verdes ojos iluminaban tenuemente las facciones metálicas—. No, mejor dicho decídete, Amelia Ramos.

¡Mentiras! Eduardo la conocía, sabía que eran lo más opuesto a un bajo que podía existir. Por favor, en todo el mundo deben de haber miles de Amelias y el apellido Ramos es de los más comunes que existen. Por Dios, si ella hasta había colaborado en ejecuciones públicas de terroristas.

Pero Raúl continuó hablando:

—O mejor debería llamarte Plateada, ¿una coordenada o el hermano de tu novia?

Los dunkles bajos carente de cuernos alzaron sus armas y dos coloridos filos rasgaron en la noche. No obstante, lo que más llamó la atención de Eduardo fue el repentino eco del metal, por su segundo el joven creyó que la cabina del mecha todavía inmóvil se abriría pero el arma del robot mutaba. Las piezas habían adquirido vida propia y se movían con precisión en la mano del robot: Un arma transformable. La pistola de plasma era ahora una espada multicolor.

Desde el interior aquel robot una femenina voz se atrevió a responderle a Raúl:

—Ninguno.

La respuesta fue seguida por una espesa nube de humo rosa que acabó con la poca visibilidad que quedaba. Unos disparos azulados rozaron sobre su cabeza antes de que oyera una orden lejana de Raúl.

—¡Tomenlos en serio! ¡Tienen a una conductora nivel S!

Los ojos de Eduardo perdieron utilidad. La adrenalina corrió por sus venas y le permitió correr, mejor dicho, cojear en la dirección contraria del puente, justo hacia donde sabía había dunkles de los bajos.

Ellos no me han tratado como un criminal, ni me han apuntado un arma. Concluyó como si se dijera a sí mismo que era lo correcto.

Oyó un par de silbidos, un lejano cristal rompiéndose por un disparo fallido y después continuos ecos secos detrás de sí. Cuando estaba a un par de metros de los dunkles bajos, estos corrieron hacia la nube rosa. El joven observó atentamente el humo rosa. El choque de armas era ensordecedor pero poco descriptivo. Ni siquiera tenía idea de que bando iba ganando, no obstante algo si sabía: debía largarse.

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