Luna

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Era la más bella de todas.

Había pasado horas, tal vez días observándola, y aún no saciaba mi asombro.

Brillaba entre las sombras de la envidia, y su resplandor llamaba la atención de cualquiera que la contemplara.

A primera vista me cautivó.

Pero era inalcanzable, estiraba mis largos brazos y aún así no lograba rozarle su dulce rostro de terciopelo blanco.

Decidí entonces regalarle la flor más hermosa del jardín.

Era blanca y brillaba, pero nada se comparaba a su llamativa presencia.

Al intentar volver a acercarme, mis nervios congelaron mi lengua, y mi vista rodaba a mis zapatos sucios al no poder encontrar las palabras para hablarle.

Una lágrima surcó mi mejilla.

Me había enamorado de la luna.

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