Capitulo 17

0 0 0
                                    

          

Madrugué puesto que deseaba llegar hasta el centro para comprar el regalo de Samanta. Le dejé una nota al lado de la cafetera avisándole que volvería al mediodía y sabiendo que tendría que buscar un buen pretexto para justificar la ausencia. Ya se me ocurrirá algo, me dije. Salí y cerré la puerta en silencio. A dos cuadras corría una avenida adonde podría conseguir algún transporte.

—¡Buen día, desvelada! ¿Adónde vas tan temprano?

Giré ciento ochenta grados para encontrar al gurka a mis espaldas. Estaba sentado en un sillón de la galería con su predecible computadora apoyada sobre la mesa.

—Al centro —mi voz sonó disgustada por el encuentro inoportuno.

Cerró la notebook y se levantó sin acusar recibo de mi contrariedad: —Son las siete y media de la mañana. Los negocios abren a las nueve. ¿Desayunaste?

—No —dije en igual tono.

—Te llevo y desayunamos juntos —propuso con deferencia.

¡Yo no quería que me escoltara! No necesitaba que fuera testigo de mi cuidadosa selección del obsequio porque, si bien no comprometería mis finanzas por un vestido de fiesta, haciendo cuentas podría encontrar un presente decoroso para mi amiga. Claro que bajo la óptica del triunfador Moore lo decoroso se vería deslucido.

—Te agradezco, Guille —articulé con cuidado—. Pero prefiero ir sola.

—¡Ni hablar cuando te puedo llevar! —dijo amable pero firmemente—. Vamos —y caminó hacia el auto confiado en que lo seguiría.

Lo hice. Lo primero era llegar al centro. Después me desprendería de él.

—Éste parece un buen lugar para desayunar —indicó minutos después.

Estacionó el auto, abrió mi puerta mientras desabrochaba el cinturón de seguridad y nos acomodamos en una mesa al aire libre. Guille encargó medialunas, tostadas y café con leche.

—¿Te parece bien? —me consultó antes de que se fuera la camarera.

Asentí con un movimiento de cabeza. El firmamento diáfano sugería una jornada soleada y cálida. Me recosté sobre el sillón disfrutando del sosiego del día que comenzaba. Mis pensamientos flotaban al resguardo de mis párpados entrecerrados. Hasta el domingo a la tarde fui la dueña de mis circunstancias. Luego: un encuentro fortuito, una pareja obsesionada con la tecnología, una amiga agitadora, un viaje insospechado, el recuerdo de un niño impertinente que se actualizaba en un hombre provocativo. Me sentía como una marioneta manejada por un titiritero perturbado. El ruido de la vajilla depositada en la mesa interrumpió mi disquisición. Abrí los ojos para naufragar en la verde profundidad de las pupilas del gurka. Con esfuerzo, me liberé de la contemplación.

—¿Qué mirás? —me arrebaté.

—A vos —contestó.

¿Me quería fastidiar? Lo miré desafiante. Sostuvo mi obstinado escrutinio con una elocuencia visual que aniquiló mi provocación: era el inequívoco mensaje que el día anterior me había dejado a su merced. Abandoné el duelo para no ser cómplice de su esperanza y, fijando los ojos en el pocillo que estaba levantando, manifesté: —Quiero hacer mi diligencia sin compañía, Guille, así que podés dejarme acá si te molesta mi propósito.

—No dejás de asombrarme con tus ocurrencias, Marti —dijo risueño—. Te voy a llevar hasta el centro, harás tus diligencias sin estorbos y acordaremos un lugar para encontrarnos cuando concluyas. ¿Estás de acuerdo?

Me encogí de hombros sintiéndome muy tonta. ¿Quién aparecía como inmadura en esta relación asimétrica? Terminé de tomar mi café y Guillermo llamó a la camarera para pagar la consumición. Volvimos al auto en silencio y así llegamos a destino. Estacionó en los alrededores de la plaza Sobremonte. Antes de abandonar el vehículo se volvió hacia mí: —¿Convenimos alguna hora?

CONFLICTOS DE  AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora