Los sabuesos del Infierno

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Los Sabuesos del Infierno como la tercer mejor historia enviada en el mes de febrero, 2015.

Yo estuve ahí cuando arrojaron las bombas, cuando los líderes del mundo decidieron que la escoria humana debía ser erradicada de la existencia. Yo estuve ahí cuando el general al mando ordenó soltar el martillo de Dios sobre inocentes y criminales sin distinción. La orden fue simple: «Sin sobrevivientes».

...

Entré al ejército apenas me gradué de la secundaria. Tenía las aptitudes físicas e intelectuales para hacerlo, tuve una buena carrera, logré el cargo de subcomandante y hasta acuñé mi propia estrategia militar, bautizada «Defensa Espartana», porque como en la batalla de las Termópilas, consistía en encerrarse en un lugar pequeño con armamento pesado y recibir al enemigo en un terreno embudo para menguar sus fuerzas debido a su limitado alcance de poder. Nunca me agradó el nombre, pero solo me importaba su eficacia. Me desarrollé también como redactor de crónicas de batalla, una tarea maravillosa para un aspirante a novelista, excepto por el hecho de que cada baja escrita en mi hoja no era un número, sino una persona, alguien que no vería a sus hijos crecer o pasearía de la mano con su alma gemela, y no estaría en la mesa con sus seres queridos para recibir el Año Nuevo.

Lo que presencié luego del bombardeo no tiene nombre ni clasificación, excepto la de brutalidad pura y cruda. Ninguno de los soldados que me precedió tuvo que dispararle a alguien entre los ojos para terminar su sufrimiento mientras apretando el gatillo y apartando la mirada me preguntaba qué clase de justicia divina permitiría eso.

Los altos cargos político-económicos que no eran más de un centenar de personas con inconmensurables poderes de influencia fueron los que tomaron la decisión; en un mundo comandado por el fascismo extremo, ellos competían entre sí por el título del más sádico. Cada cárcel sobre la faz de la tierra fue bombardeada, nada quedó de ellas más que un hoyo negro en el suelo. Cuando todo terminó, la junta militar quedó en silencio, desde el comandante principal hasta el soldado raso que servía el café, ninguno en esa sala era más que una marioneta.

La lluvia caía copiosa sobre la ventana mientras yo me acercaba para observar el exterior esperando el caos absoluto. Miré hacia el cielo, vi un relámpago surcarlo y me pareció divisar una figura a lo alto, atrás luz de las nubes; en ese momento declaré que mi mente había abandonado el campo de la cordura de manera definitiva; no era de culparme, ya que acababa de presenciar el acto de tiranía último.

Los llamaron «Sabuesos del Infierno». Lucían como nosotros, pero parecían haber surgido de las llamas eternas. Eran salvajes y despiadados, ni siquiera mataban para alimentarse ya que sus víctimas eran encontradas enteras o por lo menos ninguna parte estaba perdida después de haber sido destazadas. Luché contra ellos, luché como nunca lo había hecho contra otros soldados, mis ancestros debían estar orgullosos. No sabía qué eran, de esta manera no me invadió el remordimiento al volarle el cráneo al primero que tuvo el honor de salpicar de sangre mi rostro. La batalla se volvió insoportable en cierto punto y de nada sirvió la bestialidad que demostramos, ya que por cada uno que mataba otra decena llegaba desde Dios sabe dónde.

Al cabo de un tiempo, decidí recluirme en solitario en una cabaña en las montañas. Podría haber sido llamado desertor, pero eso ya no importaba. El lugar era propiedad de mi abuelo y había sido heredada a mi padre, en todas mis travesías jamás había conocido lugar más recóndito. Cargué conmigo incontables víveres que me darían, sumado a los regalos naturales del lugar, sustento casi ilimitado. Guardé mi diario y mis pertenencias. En mis adentros sabía que jamás volvería a ver a un ser humano, mucho menos a mi familia; lejos en el tiempo habían quedado los días de colegio, de viajes con mis amigos, noches de pasión, cenas con mi familia, todo había quedado sepultado bajo toneladas de cuerpos y mares de sangre. Cargaba siempre conmigo mi pertenencia más preciada, la primera pistola que me había sido autorizada en el ejército. Tenía solo una bala en el tambor, no creía tener la valentía para usarla, pero es reconfortante saber que hay una salida alternativa.

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Mis días pasan solitarios en la cabaña, preparo mis alimentos, hago el fuego para cocinar y me baño en el río, que por suerte está a solo unos pasos de mi vivienda. Ciertas veces camino hasta el lago que está detrás del bosque a ver la luna llena iluminar cada rincón del valle. Cuando mi imaginación vuela, me deja ver los mejores momentos de mi vida. Recuerdo a mis seres queridos, veo los rostros de todas las personas que no pude salvar de los Sabuesos, me pregunto de dónde pueden venir esos malditos; esperaba no ser el último después del caos. Ninguno de nosotros está hecho para transitar el camino en solitario. Me agradaba la idea de legar tantos siglos de cultura a los que vinieran a la tierra luego de nuestro paso, por suerte los monstruos destruían gente y no libros, aunque me parece irónico usar la palabra suerte en ese contexto.

Un filósofo dijo alguna vez que el hombre es malo por naturaleza y que este se ve oprimido en su maldad por las leyes de la sociedad. Después de presenciar lo que hicieron los mandamases con su solución final, no cabe la menor duda.

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Como muchos antes que yo, escribo un diario para no volverme loco. Tengo conocimiento sobre la fecha, el día y la hora, pero no me interesan. Nada importa en un mundo donde te debates si los que destruyeron a la humanidad son las bestias imberbes o los que dejaron caer las bombas.

Espero paciente el día en que vengan a buscarme. Según mis cálculos, ya queda poco de la raza humana, aunque no puedo negar mi naturaleza al tener una pizca de esperanza en mi corazón. Espero que nos sea permitido el paso al otro mundo, así podré reencontrarme con mis más cercanos. Ciertas noches me pregunto para qué me sirve escribir mis memorias si al final nadie queda ya para leerlas, pero espero que los que ocupen nuestro lugar en el futuro sepan por qué abandonamos este mundo.

Sé que vienen por mí, así que me tomé el trabajo de preparar mi propio epitafio tallando con mi navaja en una de las paredes. Espero puedan descifrarlo: «Aquí yace el último eslabón de una raza milenaria, castigada por su soberbia, alcanzada por la justicia». Mientras dejo prueba de mi existencia en el muro ante el cual estoy de pie, la imagen de aquel ser que me dejó ver el relámpago no deja de atormentarme.

Final de la era

Cerró el diario luego del punto final, se acercó hasta su baúl y tomó la pistola. Se vistió con su traje militar de gala y caminó hasta la ventana. Vio a la horda acercarse, el ejército más grande que jamás había visto. Una franja negra en el horizonte, levantando polvo y llenando el aire con su mortal pestilencia. Paso tras paso, los Sabuesos avanzaban por la tierra negra marchando en un ritmo tortuoso mientras el ser de las nubes, el gigante que vio en medio de la tormenta, en todo su esplendor de proporciones bíblicas, se encontraba detrás de ellos dirigiéndolos hacia el final. Incluso, a la distancia, pudo mirarlo a los ojos: rojos y de mirada gélida. Semejante despliegue de fuerza era señal de que así como él había creído, era en efecto el último ser humano sobre la faz de la Tierra. Saludó con una mano en la frente y apoyó el cañón de la pistola en su sien; incluso en el final de los tiempos la humanidad tendría la última palabra. Miró el Apocalipsis en toda su maravilla caótica, dibujó una sonrisa en sus labios, y mientras una lágrima se derramaba, jaló del gatillo.

Libro SatánicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora