A mediados de diciembre las temperaturas eran tan bajas que cuando Isa caba a pasear a Milo tenía que ponerse varias capas de ropa, además de un abrigado gorro, una bufanda de lana y gruesos guantes de esquiar.
José Manuelno había vuelto a pasarse por su casa desde la noche en que la besó.
Sin embargo, Isa le había visto salir un par de veces del portal, muy elegante, por lo que dedujo que había retomado su vida social.
Ella tampoco podía quejarse, llevaba acudiendo a almuerzos y cenas de Navidad desde finales de noviembre y empezaba a estar saturada de tanta comida; además, estaba muy ocupada con la obra de teatro que sus alumnos iban a poner en escena antes de las vacaciones.
Como era la profesora de arte, le había tocado encargarse del vestuario y los decorados, y aunque se estaba divirtiendo mucho, apenas le sobraba tiempo para nada.
Por eso se sorprendió cuando un viernes que había decidido quedarse en casa para dar los últimos toques a uno de los decorados escuchó el timbre de la puerta. Con cuidado, dejó el pincel encima de la paleta y salió a abrir, limpiándose las manos en la bata que utilizaba para pintar.—Hola, José, me alegro de volver a verte —saludó Isabel sin que se le escapara el aspecto macilento de su vecino.
Parecía agotado; tenía el corto cabello revuelto, sus ojos estaban irritados y muy brillantes y, a pesar de su piel bronceada, a su rostro asomaba una ligera palidez—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada, y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—La verdad es que no. Disculpa que te moleste, Isabel, pero venía a pedirte paracetamol o algo similar. No he encontrado nada en casa.
—¿Acabas de llegar?
—Sí, esta vez vengo de Sydney. Estoy un poco cansado —confesó, al tiempo que se pasaba una mano por la frente, en un claro gesto de agotamiento.
—No hace falta que lo jures, tienes un aspecto horrible.
—Vaya, muchas gracias —respondió él haciendo una mueca.
—Pasa y siéntate antes de que te desmayes. Si te caes, no seré capaz de levantarte del suelo.
José Manuel estaba tan exhausto que obedeció sin rechistar; se derrumbó sobre uno de los confortables sillones del salón y cerró los ojos.
Los abrió de nuevo al notar una mano fresca posada sobre su frente, a su lado Isalo observaba frunciendo el ceño.—Estás ardiendo de fiebre.
—Bueno, no será para tanto, dame una pastilla y no te molestaré más —respondió José Manuel tratando de hacerse el fuerte, a pesar de que se sentía como una bayeta estrujada.
—No entiendo cómo puedes descuidarte tanto, José, ¿sabes que, en cualquier momento, estas cosas pueden degenerar en una pulmonía? ¡Calla, no digas nada!
—ordenó viendo que él abría la boca para contestar a su rapapolvo—. Te traeré algo. Corrió a la cocina, calentó una taza de leche en el microondas, le añadió una cucharada de miel y de un armario sacó una caja de paracetamol.Lo puso todo en una bandeja y volvió al salón. Jose Manuel se había aflojado la corbata y permanecía recostado en el sillón con los ojos cerrados.
Cuando la oyó depositar la bandeja sobre la mesa, los volvió a abrir haciendo un esfuerzo.—No quiero… —empezó, señalando el vaso de leche.
—¡Bébetelo o te obligaré! —José Manuel percibió su mirada amenazadora y no intentó discutir.
—Está bien. Eres peor que una madrastra —gruñó sin querer admitir que, en el fondo, le agradaba que alguien se preocupase un poco por él para variar.
Se bebió la leche y se tomó un par de pastillas que Isa le colocó en la palma de la mano.
Casi al instante empezó a sentirse mejor; estaba tan a gusto, que solo de pensar en ponerse en pie y volver a la soledad de su piso, le entraban escalofríos.