Parte 1

6 0 0
                                    

Regresó por decimoséptima vez. Todavía sentía los pitidos taladrando su cabeza; también la sensación de que se había clavado algo en la nuca, causándole un leve hormigueo. Se acordó entonces del joven que la había cuidado a los pies de su cama. Le había parecido que le susurraba, pero ella fue incapaz de entenderle. Los ruidos y el metal no habían ayudado mucho; tampoco su lejanía. Se había encontrado tan aturdida que apenas había podido mirarle.

—Tierra llamando a Génesis, ¿hay alguien ahí? ¡Responde!

Despertó de su ensoñación con brusquedad. Una de sus amigas del instituto la había estado llamando durante un rato sin obtener una respuesta. Intercambiaron una mirada rápida; luego, Génesis se detuvo a observar su figura en el cristal rallado de la ventana. A través de esta llegaban los ecos de chicos alborotados en el patio; en cambio, tras de sí solo había un amplio pasillo con clases que se extendía hacia el infinito. Aquella chica aún conservaba el pendiente de la ceja que ya tenía cuando se unió el trío. Nunca le había preguntado si hubo un motivo concreto para que se lo hiciera; de todas formas, no había pensado que le sentara del todo mal, sino que era acorde a su estilo. Llevaba el cabello corto y vestía una de sus tantas camisetas negras serigrafiadas. Era exactamente la que le había regalado en grupo para su cumpleaños, la cual todavía estaba nueva. Siguió así durante unos instantes; cuanto más la examinaba, más se percataba de que, al fin y al cabo, era ella misma quien parecía haber cambiado.

De repente notó un dolor en el brazo. Su amiga le pellizcaba la piel para forzar alguna señal por su parte. Sin embargo, no sentía ningún dolor; Génesis siguió contemplándola a través del cristal en silencio, como si fuese una ilusión.

—¡Venga, Gen! No te quedes así, en plan muerta. ¡Vamos, vamos!

Sacudió la cabeza en un intento por espabilarse y se disculpó. Su amiga estaba impaciente, con los brazos cruzados bajo el pecho –se podía percibir el compás de su respiración. Se giró, dándole la espalda, y se adelantó en el camino. Génesis, entendiendo de qué se trataba aquello, la alcanzó sin decir nada. Se estaba repitiendo el mismo patrón que las veces anteriores: la buscaban para conducirla al aula de música. Durante la hora del recreo era dónde les gustaba reunirse. Ellas se solían encontrar en la parte más alta, según sus deducciones visuales; había lugares que ya no distinguía con claridad. Sabía que atravesarían una de las puertas que daban a la zona nueva del edificio, donde deberían estar las aulas respectivas a los primeros cursos de la ESO. Al menos, eso era lo que recordaba de cuándo pasó escolarmente por ahí hará unos cuantos de años. Recorrerían diversos pasillos, unos con solerías azules y otros, simplemente, con paredes blancas de hospital. Sus pasos sonaban huecos sobre el suelo de mármol, rodeadas de aquella soledad tétrica, y no corría ni una pizca de aire a pesar del ambiente tan gélido. Cuando las viesen, bajarían las escaleras –quién sabe el número de veces– hasta que desde ellas pudiesen atisbar que alguien las estaba esperando. Era, sin duda, su otra amiga quién se hallaba en el pequeño pasillo cuyo final era la clase destino. Aquella cola de caballo azabache, ausente de flequillo, era inconfundible. Estaba asomada al hueco de la planta, con las dos manos agarradas a la barandilla. Sus ojos se perdían en medio de su contemplación hacia las ventanas del aula, las cuales Génesis veía opacas.

—Probamos a abrirla antes, pero no pudimos —decía mientras dirigía un rápido vistazo hacia la puerta, vestida por una cortina sobre el montante, ocultando el interior—. Después comenzó a escucharse un piano... Puede que la hayan cerrado por dentro.

A continuación, ambas chicas tendrían que discutir acerca de si sería mejor ir en busca del profesor para pedir una llave o cambiar el plan para el descanso. La vergüenza y la timidez eran el motor de quien se había quedado para no ir. El de la otra chica fue que el profesor hiciese oídos sordos, como otras tantas veces había ocurrido. En los intentos anteriores, cada vez que habían reparaban en ella y habían esperado su iniciativa, Génesis había preferido entonces bajar la vista y cruzar las manos tras su espalda. Había llegado a tener la tentación de pedir la llave, pero desestimaba la idea rápidamente. Todo era simple curiosidad; quería abrir la puerta y encontrar a quien se hallaba tras ella tocando el piano. Aunque ya sabía quién sería, sentía esa necesidad. Aun así, ninguna de las tres hacia el esfuerzo de tirar del pomo, sino que volaban las miradas y los comentarios se pasaban. En resumen, se incitaban las unas a las otras para hacerlo. Pero Génesis, de tanto que había revivido esta escena, comenzaba a cansarse. Dentro de sí crecía con fuerza la determinación de dar el paso por primera vez: «¿Por qué sigo de esta manera?». La sensación de pesadumbre que la retraía –y que olvidaba y no podía comprender– se volvía difusa. Aun así, aquel pellizco en el pecho aún la mantenía sujeta a su fiel posición; en situaciones así llegaba a odiar su carácter indeciso y su inexplicable cobardía. Buscó a su amiga de la coleta alta, quien fijaba la vista en el aula por momentos, alternándola con ellas. En cambio, la del pendiente parecía cada vez alejarse más de dónde estaban. A pasos cortos, iba marcando una distancia que difícilmente se recortaría.

El retorno melódicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora