1

300 26 4
                                    

"Intento número 7. Aumento de la dosis.
Hora de aviso al hospital, 20:38.
La puerta está abierta, como siempre.
Gracias al anticoagulante, parezco un hemofílico. No recuerdo la hora a la que me he lacerado las muñecas. No son cortes profundos, pero creo que no es suficiente para conseguirlo esta vez.
Comienza a nublárseme la vista, así que me tumbaré en la cama..."

Llegué al hospital y en pocos minutos recobré la consciencia. Otra vez habían llegado a tiempo. Otra vez a pasar por todo: transfusiones, desintoxicación, psicólogo, bla bla bla.

Odio volver al hospital, pero por otro lado me encanta, me recuerda a mi infancia con mis padres; siempre me quedaba encandilado con el ajetreo de médicos, auxiliares y pacientes de todo tipo y ese inconfundible olor a esterilizante que pasea por los pasillos.
Yo quería estudiar medicina, yo quería salvar vidas... Yo quería hacer muchas cosas. Y entonces, mi vida se truncó: me quedé solo, mis padres y mi hermana murieron y yo me quedé aquí. De repente apareció Rocinante, entró en mi vida a la fuerza y salio de igual manera. El pensamiento de que mi vida mejorase era una subjetiva ilusión.
N

ormalmente, cuando amanezco en el hospital, sueño con Rocinante; a veces, paseamos por la playa, y otras por el campo. Siempre me lleva de la mano, aunque ya sea mayor. Siempre sonriente para mí. En silencio. Es una sensación agradable y llena de serenidad que acaba al abrir los ojos.

Vaya. Esta vez tengo compañero de habitación: un chico, más joven que yo, pelo negro, tez clara, y con una pequeña cicatriz bajo el ojo izquierdo. En el momento que llegué, parecía tranquilo. Gran error por mi parte por pensar así, cielos. Cuando nos quedamos solos en la habitación, descubrí que hablaba por los codos. Me limité a quedarme en silencio, mirando al techo; notaba su mirada clavada en mí. Sonreía como un crío. Estúpido. Ridículo. Molesto. Ignorante. Tonto feliz. Me resulta irritante. Le he eché un vistazo rápido por el rabillo del ojo y suspiré.

- Hola. - Era un crío, diecisiete o dieciocho, no más. Aún en el cascarón. - Soy Luffy. - Cerré los ojos en gesto de molestia, pero insistió. - ¿Cómo te llamas? Eres mi nuevo compañero de habitación. Ayer le dieron el alta a Sanji, le conozco de clase. Aunque es más mayor. Se recuperaba de los rasguños de una pelea. Yo también. - ¡Cielos! Sigue hablando como si nada. - Me va a quedar una marca en el pecho, ¿sabes?

- ¿No pillas las indirectas? - Alcé la voz. - No quiero hablar, estoy cansado...

- Solo te he preguntado tu nombre. - Saltó de la cama y extendió la mano hacia mí. - Soy Luffy. - Repitió sonriente. Chasqueé la lengua y levanté las manos hasta donde pude. - ¿Por qué estás esposado?

- Tendencia suicida... Y la última vez le pegué un puñetazo a un enfermero y traté de sufrir una sobredosis con morfina.

- Eso debe de ser duro...

- Dímelo a mí. Quiero morirme pero no tengo suficiente valor para hacerlo directamente, hasta llamo a una ambulancia. Puedes reírte, menudo suicida... Aunque así, por lo menos, alguien se enterará de que la he palmado. Pero hasta ahora han llegado a tiempo.

- Cómo puedes decir que te quieres morir. Es triste...

- Para mí, estar vivo es doloroso... - Confesé sin mirarle.

- Pero la vida te habrá dado buenos momentos... ¿No?

- Sí, pero no puedo sobrevivir a base de recuerdos. No me ha pasado nada bueno desde hace años... ¿Y tú por qué te pones triste ahora? - Nuestras miradas se cruzaron por primera vez en todo el rato.

- Porque me molesta. Que alguien diga que se quiere morir porque todo le va mal, me molesta. Acabo de enterrar a mi hermano mayor... - Hasta ese instante nadie me había llevado la contraria. - Además, ¿no crees que es muy egoísta por tu parte? Solo piensas en ti, pero, ¿y la gente que te quiere? Les dolerá mucho.

- No hay nadie así para mí. No tengo a nadie en este mundo que llamar "mío". Nadie se preocupa por mí ya.

- ¿Y la gente que aún no has conocido? - No supe interpretar ese reproche. - Si ahora murieses, a mí... me dolería...

- Si nos acabamos de conocer.

- Ya pero... Yo también estoy solo ahora. Tenía dos hermanos y ambos se han ido. Mi padre nunca se ha preocupado por mí. Ni siquiera sé quién es. Mi abuelo se encargó de nosotros y tampoco lo hizo bien.

- Es como si estuviéramos en el mismo barco, ¿no crees?

- Sí, creo que nosotros somos los únicos que podemos entendernos... No sé... Nuestros amigos nos pueden escuchar pero no sabrán cómo nos sentimos.

- Eso será en tu caso. Yo no tengo amigos. Evito socializar lo máximo posible. - Cerré los ojos y añadí: - Déjame. Estoy cansado.

- ¿Nadie te ha dicho nunca que eres un poco asqueroso? - Dijo enfurruñado mientras volvía a su cama. - Tampoco me has dicho tu nombre. ¿Qué te cuesta?

- La... Trafalgar, mejor...

- Vale. Torao, es más fácil.

- Haz lo que te dé la gana. - Le contesté de malas.

- Que descanses, Torao.

¡¿Por qué me seguía hablando?! Niño molesto de las narices con carácter veleta...

El arte de morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora