N°15 EN EL AGUA

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Salimos del agua con las manos y los pies arrugados, y algunos rasguños. Éramos cuatro amigos: Luciano, Pedro, Mario y yo, y después de aquel largo chapuzón en el río nos echamos sobre una lona grande, bajo la sombra del monte. El agua estaba estupenda, pero todos nos quejamos de la corriente que arrastraba cosas que nos rozaban, y cada uno terminó con algunas rayas en la piel. 

Ni playas llenas de bañistas ni arena, aquello era mejor: sombra fresca de monte, cantos de pájaros, cigarras, y como invariable fondo el silencio apaciguador de los campos cercanos. 

Por más lejanos que sean los caminos que recorro, cada vez que llego al monte me siento como en casa.   Allí siento que mi espíritu entra en un estado contemplativo. Los pensamientos que normalmente se agolpan en mi mente moderna retroceden ante un estado de calma concentración; un estado sin dudas primitivo, de cuando el ser humano tenía que vigilar su entorno salvaje y peligroso. 

Por eso el monte me brinda mucha calma, y sus noches llenas de crujidos y ruidos de correrías nunca me inquietaron; pero bastó una noche de terror, un momento de terror más bien, para que  ahora lo mire de reojo, como se mira a un adversario. Pero igual sigo yendo a las orillas de los ríos, porque siento que lo que nos pasó está unido solo a aquel lugar, que sin temor a la habladuría afirmo que está embrujado. 

Volviendo a la narración de lo que pasó ese día: después de nadar tomamos una siesta. Nos levantamos al atardecer, con un río de oro ondulante frente a nosotros y el sol medio oculto entre las copas de los árboles de la otra orilla. 

Revivimos la fogata y comenzamos a aprontar la comida. Cuando cayó la noche en el caldero de hierro bullía una comida que podría llamarse un guisado, pero que en realidad era, lo que saliera. 

Desde los primeros momentos de la noche me sentí bastante inquieto. ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba la calma que siento en el monte? Era el lugar, tenía algo… 

Mis amigos estaban menos conversadores, evidentemente tampoco se sentían bien allí. Como en todo campamento, rodeábamos la fogata, y alrededor nuestro la fronda se cerraba de sombras. 

- La verdad, tengo ganas de estar en mi casa -dijo de pronto Mario. 

- Yo también, es como que, no tengo ganas de estar aquí -confesó Pedro, volteando hacia los árboles. 

- ¿Qué pasa? ¿Los nenes extrañan a sus mamitas? ¡Jajaja! -bromeó Luciano. 

- ¿Entonces vos no sentís nada?  -le pregunté a Luciano-. Porque yo tampoco estoy a gusto, no sé por qué. 

- Fue por bromear nomás, también siento algo raro. 

Quedamos escuchando, mirando en derredor. Allí fue cuando sonó la carcajada. Cada uno miró hacia un lado distinto, porque pareció venir de todos lados, como si fuera el monte mismo el que riera horriblemente. ¡La carcajada era profunda, masculina, llena de ecos, de malicia…! Se calló por un instante, y después la voz habló: 

- ¡Los acompañé en el agua! ¡Jajajaja…! 

Y la carcajada recorrió el monte como si atravesara troncos y ramas, y repentinamente se apagó.  

Cada uno tenía una linterna, y fue con lo único que huimos de allí. Y las palabras de aquella cosa resonaban en mi mente, y recordaba todas las veces que algo nos había rozado en el agua por la tarde.

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