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El metro continuaba funcionando aunque eran las once de la noche. Algo paradójico, al menos en el Metro de Caracas, pero algo ineludiblemente bueno para Esteban porque no tendría que marcharse a su casa caminando.

No se pensó dos veces tomar aquel transporte público —transporte que siempre admiraba con recelo, púes, para él, sólo los pobretones lo tomaban. Sin embargo, él ni de lejos era rico, pero era un hablador—, y mucho menos se abstuvo al haber escuchado el rugir, casi estruendoso, de motos tras su espalda. Las afirmaciones delirantes sobre que la delincuencia no descansaba, eran ciertas.

Resolvió ir caminando lo más rápido posible a la entrada de la estación y bajar las escaleras de la misma forma: sin mirar atrás, sin dar señales de tener miedo y tampoco de poseer dinero, aunque con su maletín y su vestimenta sería eternamente complicado realizar tal actuación; regresaba de su trabajo y eso dificultaba todo; laboraba en la Polar, una de las empresas más grandes de Venezuela, para no hacer publicidad gratuita en esta historia afirmando que es la más grande. Su maletín estaba lleno, pero no exactamente de harina; en él descansaban numerosos billetes con el rostro de Simón Bolívar estampado. Tal cosa lo emocionaba porque rara vez conseguía ganar todo su sueldo sin descuentos por haber faltado al trabajo. Asimismo, igual que con los billete, su miedo era vasto.

Comenzó a hacer lo que se disponía a hacer: sus piernas comenzaron a moverse dando rápidos pasos, casi zancadas, pero también por sus nerviosos temblores a lo que había detrás, y eso, justamente eso no quería Esteban.

Continuó de todas formas, tratando de ignorar el hecho de que su corazón latía tanto como las estremecedoras Ford's que se estacionaban frente a su casa con música de Bad Bunny a todo volumen, cosa de lo que estaba harto, pero en ese momento pensó que no las volvería a escuchar y ahí las extrañó. Prefería vivir con un «Soy peor» perturbándolo a cada momento que caer muerto en una estación de metro por puñaladas o impactos de bala, y sin su maletín con el dinero que al menos habría pagado su funeral.

Sus piernas debían estar frías, pero lo que a él le importaba —en ese momento, no en el de su imaginada y fracasada muerte— era que caminaran rápido. Veinte metros de distancia se hicieron una eternidad tortuosa. Quería correr, pero sabía que si lo hacía los que estaban detrás pondrían en marcha sus motos y no lo dejarían ni tocar el primer escalón de la estación.

Siguió caminando, mientras cargaba en su mano derecha el maletín, ese que no entregaría incluso si lo apuntaban con un arma. No obstante, los pasos no eran en vano, así que avanzaba, con poco aliento, pero avanzaba. Agitaba sus brazos lo menos posible para aparentar caminar con normalidad y calma, pero su imaginación no tenía pensamientos precisamente normales y calmados sobre lo que esa noche serían capaces de hacerle.

Por fin estaba llegando a la entrada de aquella estación y podía ver con alegre claridad el cartel iluminado en el umbral. «ARTIGAS» llevaba inscrito en letras blancas y fluorescentes.

Caminó con angustiada rapidez. Casi podía sentir los adoquines bajo sus pies igual de fríos que el sudor brotando por los poros de su frente. Pero al fin y al cabo; comenzaba a sentir que viviría un día más.


Justo cuando por fin colocó un pie bajo el techo de la estación, que en ese momento para él sería acogedora, la alegría lo abandonó y su cuerpo entero se heló nuevamente. Escuchó entre el frío silencio de la noche la voz aguda, pero severa y masculina, de alguien a sus espaldas, alguien que él ya sabía lo que quería.


Escaleras EléctricasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora