Introducción

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No siempre fui así. Fui una chica normal, con una niñez normal, unos padres normales, una familia un poco disfuncional. Mamá siempre tuvo una inclinación hacia mi hermano cuando éramos niños. Me educó para que fuera fuerte, agradezco eso, pero debo admitir que a veces... se pasaba. No contaré absolutamente nada de mi niñez, a menos de que sea estrictamente necesario para mi historia.

Gracias a la educación que mi madre me dio soy lo que soy hoy en día, le agradezco eternamente, pero al mismo tiempo, de forma inconsciente, el rencor se acumuló en mi corazón, por no haberme querido igual o al menos tratado con la misma dulzura con la cual trataba a mi hermano –y aún sigue tratando-. Es un hecho inenarrable que ella deseaba un niño, lamentablemente nací yo. También es un hecho que traté de hacerla sentir orgullosa... nunca sentí que lo hubiese logrado. Hasta que un día, a mis 13 años, era junio, y con lágrimas en los ojos, me arrodillé y rogué, a Dios o al que me escuchara, deseaba no sentir absolutamente nada, ser indiferente a todo. Lamenté mi decisión por mi padre, con el siempre fuimos muy unidos compartimos los mismos chistes, los mismos gustos... Compartíamos todo, podría decir que con el yo era genuinamente feliz, al menos por un momento.

Después de lanzar mis plegarias al aire, sentí que algo en mi cambió por completo, ya no sentía lo mismo. Y con el pasar de los años me fui llenando de una falsa fuerza para enfrentar a mi madre. No eran frecuentes las peleas pero cuando peleábamos... habían golpes e insultos de por medio por parte y parte.

No negaré que nunca llegué a experimentar el amor. Porque si fue así. Pero eso solo me enseñó que nadie podría llegar amarme aparte de mi padre y mi hermano, que a pesar de que era a veces algo ruda, nunca dejó de amarme. Lamento haberlo dejado solo.

Volví a rogar, dos años después, a mis quince años, rogué a cualquiera que me escuchara. Rogué que matase mis sentimientos, rogué que desapareciera estas emociones que solo me traen dolor.

Mi madre se volvió impredecible conmigo. Hacía algo, regaño, si no lo hacía, regaño. Nunca fui lo suficiente para ella... lo lamento. Lamento haber nacido, porque lo hago. Si tan solo me hubiese perdido en el embarazo, si tan solo me hubiese muerto después, yo no estaría sintiendo esto.

Sin duda alguna, dolía. Dolía nunca ser lo suficiente para nadie y más para la mujer que me dio la vida. No tenía duda alguna que me amase, porque lo hacía. Pero el daño de mi niñez permanecía allí, intacto, con el mismo dolor, tenía el mismo sin sabor.

A partir de mis trece años, yo empecé a alejarme de mi madre y a tragarme todas las emociones, no desaparecían, y a lo que sea que hubiera atendido a mis suplicas, no desapareció todas las emociones en mi.

Empezó a darme igual si peleábamos o no, si ella me abrazaba me irritaba, si ella me demostraba cariño me repugnaba porque sentía, que eso no era genuino, no era verdadero. Me volví buena en fingir que todo estaba bien, me volví buena en fabricar sonrisa, y eso me destruía más y más.

Al parecer Patricia se dio cuenta de mi estado, así se llama mi madre. Desde los 15 empecé a llamarla por su nombre, ya conmigo había perdido ese derecho, ella mató en mi el derecho de llamarla lo que se suponía que era.

A los dieciséis, volví a rogar, no quería sentir absolutamente nada. Son fases por las cuales pasas, si se me permite llamarlas así. Primero, te vuelves seria, luego fría, empiezas a perder emociones, empiezas a sentir indiferencia por todo y por todos, empiezas a convertirte en un cadáver.

Empecé a escuchar canciones que me hicieran sentir mejor, o que al menos comprendiera mi situación. Las encontré y eso simplemente desencadenó que quisiera dejar de sentir. Me cortaba un par de veces, lo dejé y volví y lo retomé y volví a dejarlo. Patricia comenzó a mostrar una preocupación falsa ¿Qué dirían sus amistades al enterarse de que tiene una maldita hija con delirios de suicidio? ¡Qué vergüenza!. Supongo que sería lo que pasaba por su cabeza. Me llevó a múltiples psicólogos, psiquiatras. Le daban distintos diagnósticos. Yo decidí ignorarlos, solo yo sabía que pasaba en mi interior. Hubo un tiempo, si mal no recuerdo, a partir de los dieciséis empecé a explotar con frecuencia. Cualquier cosa que dijera mi madre me hacía llorar o enojarme. Debo admitir que las ganas de asesinarla me inundaban, pero no lo hice. Podría ser cualquier cosa, menos una asesina. Trataba de calmarme, pero parecía como si Patricia siempre me estuviera provocando, y esto me hacía enojar. Entré a una clase de etapa rebelde, aunque en m i interior, sabía que esa era mi verdadera yo. Solía refutarle todo lo que ella dijera y a ella le molestaba. Aún así, ayudaba en la casa, realizaba las tareas o lo que fuera. Trataba de mantenerme calmada. Pero en cualquier momento, ella me hacía enojar y mucho.

A los diecisiete, creí que todo se calmaría por estar cerca de la mayoría de edad. Fue todo lo contrario. Más insistente, más insoportable y más ganas de acabar con mi vida se iban acumulando. Le diagnosticaron cáncer a mi padre. Mi asqueroso mundo se vino abajo, el hombre que yo más amaba podía morir, la única persona a la que yo le mostraba quien era realmente. Pero, se recuperó y me alegró de sobremanera. Patricia peleaba con más frecuencia conmigo, se lo atribuyo al dolor que estábamos sintiendo. Pero eso no significaba que no le dijera sus cosas en la cara.

Me alejé completamente de ella y me refugié en mi abuela y mi tía paterna, las cuales me brindaban una tranquilidad desconocida para mí. Me volvía más cercana a ellas y a Patricia... n o le agradó en lo absoluto.

A mis dieciocho años, las peleas tomaron fuerza y ella simplemente se hacía la puta víctima. Mi odio crecía junto a mi rencor. Y es aquí... donde comienza la narración de mi muerte.

Muñeca de PorcelanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora