Prólogo

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Invierno de 1992

La noche había caído y el bosque comenzaba a silenciar sus murmullos. Pronto las sombras comenzaron a invadir todo sitio hasta que no hubo lugar donde no reinara la penumbra nocturna.
Sin embargo, un lince caminaba a trote con su reciente presa, un conejo, en la boca.
La sangre del conejo comenzaba a cosquillearle, invitándolo a devorarlo en ese momento pero el lince sabía que no podía arriesgarse. La noche ocultaba otras criaturas que un lince solitario no podría hacer frente sin acabar antes muerto.
Estaba cerca de llegar a su madriguera pero enseguida un fuerte y ensordecedor sonido lo alertó.
Cazadores, un grupo grande, aproximándose a toda velocidad hacia él.
No podía verlos pero los sentía, incluso podía jurar que el suelo temblaba bajo sus patas.
Oh, pero él también temblaba. Se debatió entre esconderse en su madriguera o salir corriendo, pero cuando una bala le rozó y dejó un agujero en el árbol detrás suyo se decidió por lo segundo.
El pánico invadió al lince, quien había abandonado el cuerpo del conejo mientras se centraba en correr. Él y los de su especie siempre fueron veloces, de hecho su pequeño hocico le posibilitaba serlo así como a otros felinos de hocicos pequeños. Pero ahora sentía que su velocidad no le salvaría de ésta.
No se giró a ver en ningún momento mientras corría como el viento pero notaba que la oscuridad y la calma del bosque se habían ido de golpe.
Y de repente percibió algo más.

Detrás de él y muy cerca oía los pasos de otro. Mejor dicho de otros.
No quería girarse a ver de quiénes se trataba pero pronto eso no fue necesario. Con el rabillo del ojo a sus dos lados vio que dos hocicos se le adelantaban, eran esos lobos otra vez.
Ya había tenido un par de encuentros con ellos pero esta vez parecía que no estaban interesados en él.
Ahora los tres estaban muy ocupados huyendo del Hombre, quien se acercaba más y más mientras las balas silbaban sobre sus cabezas.

De repente uno de los lobos, bastante más pequeño, se le lanzó encima para agarrarlo del cogote y con increíble fuerza balanceó su cabeza hacia un costado para arrojar al lince hacia un grupo de arbustos.
Antes de que el lince pudiera comprender lo que estaba pasando, se agachó rápidamente mientras miraba asustado el grupo de piernas que atravesó su campo de visión en ese momento.
Cargados con sus escopetas y gritando, los Cazadores lo pasaron a él de largo, aparentemente sin siquiera haberlo advertido.
El lince aún estaba paralizado pero al ver que los violentos sonidos se alejaban, se obligó a salir de su escondite y correr el camino de vuelta con todas sus fuerzas, presa del pánico.
Cuando se estaba acercando a su preciada madriguera, un atroz sonido lo detuvo, petrificándolo.
Primero había oído un disparo que tuvo como respuesta un desgarrador lamento, uno que sólo podía pertenecer a un lobo.
Y de pronto silencio. Un terrible y espantoso silencio, invadido de ansiedad e incertidumbre.
El lince logró volver en sí y siguió corriendo hasta llegar a su madriguera, a la que saltó metiéndose lo más profundo que pudo. Con todos sus músculos tensos y su pelaje incluso erizado aguardó a recibir alguna respuesta del bosque mientras se hundía en sí mismo con el más ferviente miedo.
Pero nada, aunque agudizó su muy afinado oído no obtuvo ninguna respuesta. Su bosque volvía a estar calmo y envuelto en penumbras.
Incluso el cadáver del conejo seguía ahí, enfrente suyo con su sangre despidiendo un olor embriagador para cualquiera.
Sin embargo, el lince no sabía por qué pero ahora el olor sólo le causaba repulsión. Simplemente no podía comerse al conejo pues esa noche sólo podía pensar en una extraña sensación por aquella loba que le salvó por alguna razón la vida.

De todas formas, ese lince nunca podría saber que en el pueblo vecino un padre joven llamado Jerry Peyton y su hija Amara habían desaparecido abrupta y misteriosamente esa misma noche.

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