Era el día de mi cumpleaños de quince, todo parecía removerse internamente. Un tsunami de emociones, de experiencias y el temido título de mujercita que los adultos mayores anunciaban como una buena noticia. Esa buena noticia para mí, iba a ser el momento de, además de festejar, recuperar los recuerdos de la infancia y así conmemorar esa linda etapa. Todas las tardes llegaba agotada, el sillón me aguardaba después de sacarme la mochila de la espalda; a veces mirando el sol por los ladrillos de vidrio que daban al living y otras veces cerrando los ojos a modo de desinflarme. Una tarde, convencida de que el proceso de recuperar recuerdos debía comenzar, agarré el casette que mi papá guardaba al lado de la televisión. De su lado izquierdo decía con un trazo casi imposible de comprender: mil novecientos noventa y nueve. El casette era el binocular que me acercaba a la infancia. Quería rebobinar la cinta, ver el pelo carré, el triciclo rojo y la habitación disfrazada de selva. Me preguntaba entonces, ¿cuál sería el binocular de mi adolescencia? ¿se podrá rebobinar o lo efímero de hoy en día iba a hacer que el recuerdo se esfumara también?
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Historias de la semana
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