Prólogo

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Bip, bip, bip, bip...

Ella quería convertirse en princesa, y le dio igual lo que tuviera que sufrir y todo el daño que les haría a las personas de su alrededor para llegar a cumplir su sueño. Estaba cansada de ser el hazmerreír de todos.

Bip, bip, bip, bip...

En la habitación del hospital sólo se oyen los sonidos de las máquinas, que se encargan de contar los latidos de su débil corazón haciendo un esfuerzo por sobrevivir, sin nada de alimento en su organismo que le dé fuerzas. Se alimenta de ella misma. En su estómago, tan pequeño como una pelota de ping pong, ya no puede entrar nada, porque al instante se vuelve insoportable, queriendo desechar lo poco que haya. Su cabello ya no es cabello, sino una mata sin fuerza, ni volumen ni brillo. Sus manos están hechas un desastre, con callosidades en los nudillos y uñas destrozadas. Los dientes luchan contra la acidez cada vez que se provoca el vómito, y éste los va pintando poco a poco de amarillo. Labios secos y despellejados, costillas que están a punto de salir a la luz, rostro pálido con ojeras adornándolo...

Con apenas cuarenta kilos quiere sobrevivir. Lo necesita.

Bip, bip, bip, bip...

Escucha a alguien hablarle. Es una voz masculina. Dulce pero grave. Se le nota el dolor en las palabras, pero no es capaz de descifrar el contenido; su mente lucha por hacerlo, pero ella sigue con los ojos cerrados. Sabe quién es el que le está hablando, lo sabe perfectamente. Su olor acapara sus fosas nasales y quiere abrazarlo. Pero su cuerpo débil se lo impide.

De repente, siente algo húmedo en su cuello mientras oye sollozos. Él está llorando. Ella piensa que es culpa de sí misma. No quería hacerle sufrir, pero no es consciente de lo que hace.

—Te quiero —le susurra él.

Ella también quiere decirle que lo quiere. Demasiado. Y que hará todo lo posible por recuperarse. Mientras, el sonido de las máquinas sigue en la habitación. Siente ganas de orinar y le duele todo el cuerpo. Desea despertarse y mirarlo a los ojos. Quiere prometerle que nunca más va a vomitar, aunque luego sea mentira. Pero quiere intentarlo.

—¿Qué haces tú aquí? —La madre de ella irrumpe en la habitación, y él le suelta la mano—. No quiero verte por aquí. Por tu culpa mi hija está así.

—Ya me iba, señora —le responde él.

«No te vayas, por favor, te necesito», piensa ella.

—Ni se te ocurra volver a acercarte a ella —lo amenaza la madre, al mismo tiempo que salen de la habitación.

Ella continúa con los ojos cerrados.

Y las máquinas cuentan los latidos de su corazón.

Bip, bip, bip, bip...

* * *

Ella recorre el torso de su novio con las manos, pero él no siente nada con sus caricias. Gruñe, luego aparta las manos y la besa, imaginándose que es otra persona. Entonces los besos se vuelven más intensos y la temperatura en la habitación empieza a subir. Ella posa sus labios en el cuello de él y lo succiona, mientras le acaricia la espalda.

Él la detiene.

—Ya. Colócate como siempre.

Ella lo mira con las mejillas encendidas.

—Podríamos cambiar de postura de vez en cuando —protesta. Sin embargo, se da la vuelta y apoya las rodillas y las manos en el colchón.

Él se coloca el preservativo, se arrodilla, la agarra de las caderas y la penetra. En su mente está la imagen de esa persona. El ritmo de las embestidas va aumentando mientras fantasea con la mirada ansiosa de unos ojos azules.

—Álvaro... —pronuncia ella, agarrándose con fuerza de las sábanas.

A él le da igual que susurre el nombre de otro. No siente nada por ella, aunque estén juntos. Sólo tiene dudas y miedo por mostrar sus verdaderos sentimientos.

Cuando acaban, ella le pide que se quede, pero él dice que tiene prisa, y se marcha. Por la calle se cruza con esa persona, que lleva puestos unos auriculares, aunque camina con el rostro entristecido.

—Hola —saluda, pero no recibe respuesta y la persona lo ignora. Ni siquiera lo ha mirado.

Decide ir a la iglesia para poder sentirse menos culpable de todo lo que está haciendo y sintiendo. Al llegar, veinte minutos después, se santigua y entra. Aún queda una hora para la próxima misa, así que tiene tiempo de confesarse. Camina por la nave central, dirigiéndose al altar, donde se encuentra el sacerdote preparando las cosas.

Se acerca, y el cura dirige su mirada hacia él.

—Padre, necesito confesarme.

El sacerdote asiente y los dos se dirigen al confesionario.

—Ave María purísima —saluda el cura cuando entra.

—Sin pecado concebida —responde él, y suspira—. Verá, padre, yo... —Se piensa muy bien las palabras—. Tengo pensamientos impuros con otra persona mientras estoy haciendo el amor con mi novia y... —El chico se detiene un momento, para armarse de valor y finalmente decir—: Y creo que soy gay.

Entre el hielo y el fuego (Between #2) COMPLETA EN AMAZON ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora