Cuando abrí los ojos, no recordaba haberme despertado de la pesadilla. Y tampoco creía haberlo hecho realmente. “Santa mierda”, pensé para mis adentros. Esto es real.
Todavía tenía manos y pies atados por lo que me encontraba tirada en posición fetal sobre un suelo rígido de madera, con un montón de objetos extraños esparcidos por todo el gran salón.
Olía terriblemente a marihuana, ¿me habían drogado, acaso? Casi me ahogaba con mi propia respiración cuando tosí amargamente. Sí, me habían drogado.
Alcancé a ver gracias a la luz lúgubre que se filtraba a través de las ventanas, que lo que se encontraba acompañándome en el suelo básicamente eran vidrios de botellas, cuchillos, balas, y algunas esposas. Aquel ambiente no me daba más que escalofríos. Exploré la habitación. Las paredes medirían por lo menos siete metros, según mis cálculos, y en lo alto estaban los ventanales pintorreados, como para que la víctima no pudiese trepar y salirse por la ventana. ¡Siete metros! Mierda. Continué rodando mis ojos hacia los diferentes rincones del salón, moviéndolos tan rápido como los enfoques en las películas, cuando la cámara se mueve tan rápido que apenas puedes ver el ambiente en el que se encuentra.
Todo era baldío, como una especie de salón abandonado. Y yo, como en una historia de terror, buscaba desesperadamente algo con lo que zafarme, por lo menos para tener libres las manos, o los pies, o los labios, o algo, para poder pedir ayuda. Todavía sentía el teléfono celular atrapado en mis jeans ajustados, pero no hallaba la manera de sacarlo de ahí.
Me retorcí para lograr desatarme los nudos robustos que mantenían esclavas a mis extremidades, golpeando mis manos y pies contra el suelo, pero todo fue en vano. Cansada, suspiré profundo y apoyé la cabeza de nuevo en el suelo, pensando. ¿Por qué coño me tenían que secuestrar a mí? Nunca me había metido en problemas más grandes que una guerra de comida en la escuela, y tampoco le debía nada a nadie, y mucho menos para que me secuestraran. Mis padres no eran personas conocidas, que yo supiera. Mi padre siempre viajaba, porque su profesión de forense lo ameritaba; y mi madre trabajaba por turnos en un hospital, mis dos padres son doctores. Entonces, ¿qué tenía que ver yo en lo que fuera que estuvieran haciendo estos tipos? No era justo.
Abrieron la puerta, que rechinó en toda la habitación y dejó pasar una luz amarilla que casi me dejaba ciega. Sentí que me vibraban las tripas. Parpadeé muchas veces hasta lograr acostumbrarme a la luminosidad, y entonces pude ver a quienes me habían secuestrado.
Se me acercaba un gordinflón asqueroso, el cual emanaba un repugnante olor a perfume barato y a cerveza, usaba una boina negra y tenía tatuajes por todos lados. Como en las películas. Me levantó la barbilla con ambos dedos principales, sentía que me iba a romper la mandíbula y sólo me estaba tocando; entonces le dio varias vueltas a mi rostro para evaluarlo mejor, y me dejó otra vez en el suelo. Observé aterrada cómo le decía algo al oído a otro gordinflón que parecía ser su acompañante, y entonces se alejaron, pero dejaron la puerta abierta. Mierda, me estaban dejando sola. Aproveché ese glorioso momento; me arrastré como pude hacia un par de tijeras de jardín, y las agarré con ambas manos débilmente, las esposas no me dejaban hacer mucho. Con dificultad y ardor comencé a cortar la soga que unía las cadenas de mis manos con las ataduras de mis pies, cortando sin querer un poco de tela de mi blue-jean. Seguidamente, me senté torpemente y comencé a cortar las sogas robustas que me mantenían ambos pies atados. El metal de las esposas me cortaba la piel de las muñecas y mis dedos estaban agarrotados, pero no me importaba, abro, cierro, abro, cierro las tijeras, abro, cierro. Suspiro luego de unos minutos vanos, se me estaba yendo el tiempo y no paraba de mirar hacia la puerta, nadie venía. Abro, cierro, abro, cierro. Ya casi. Las gotas de sudor rápidamente aparecen y se deslizan por mis mejillas, el corazón me late mil veces por minuto. “Mierda, Skylar, ya casi”. Abro, cierro.
“¡Joder, estoy libre!”
Me levanté del suelo sin usar las manos y corrí hacia la puerta del gran salón, mirando hacia ambos lados antes de echar a correr hacia la izquierda, sin siquiera saber adónde iba.
Me estaba escapando de unos secuestradores. Era una buena historia que contarles a mis hijos cuando fuera mayor.
-¡¿Qué mierda estás haciendo?! –gritó alguien detrás de mí. Lo ignoré, corriendo lo más rápido que mis fuerzas me permitían. Me ardían los pulmones, y de vez en cuando miraba atrás. El gordo venía cada vez más cerca y yo no lograba alejarme al menos dos metros más. Entonces comprendí para qué sirven las clases de Educación Física que siempre repruebo.
-¡Detente ahora mismo, perra! –gritó detrás de mí. Aceleré la carrera, haciendo que me ardieran los pulmones y que se me cortara la respiración. Las lágrimas de miedo me salían a borbotones de los ojos cansados, pero no podía gritar, la cinta aún cubría mi boca.
No estaba asustada de lo que estaba haciendo, o de las consecuencias que eso podría traerme. Sino de que me atraparan, de no volver a salir de allí viva, ése era mi miedo. Me estaba volviendo loca conforme pasaban los minutos que no podía salir de ahí.
Escuché disparos, pero eso no me detuvo de correr, sino que intenté acelerar un poco más, forzando a mis piernas hacia lo imposible. Mi cuerpo y mi mente no estaban conectados, actuaba por instinto, el miedo me había carcomido por dentro.
De pronto, escuché unos vidrios romperse y más disparos, entonces un gruñido gutural muy grave se escuchó cerca de mí, y fui jalada hacia el suelo por unas manos desconocidas.