Un lugar perdido

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Vivíamos muy lejos de la ciudad más cercana. Lo cierto es que era un pueblo muy peculiar dentro de nuestro propio mundo, aunque quizás para vosotros sea más que eso. Era un rincón mágico. Un lugar perdido en el que la sociedad moderna no afectaba a las tradiciones. Era el punto donde todas las criaturas confluían. Es una pena que fuese tan pequeño.

La gente lo llamaba Lost, y no estaba en los mapas.

Mi hermana Ysabel y yo teníamos catorce años. Aún vivíamos tranquilamente con nuestros padres, tan sumidos en nuestra cómoda y somnolienta vida que a veces pienso que nos alterábamos, nos peleábamos y nos ignorábamos simplemente para darle un poco de sabor a nuestra agridulce existencia. Éramos casi eternos, y aquello nos reconcomía las entrañas y nos intranquilizaba. Pasábamos las horas muertas perdiendo el tiempo en cosas tan humanas, tan insignificantes... Cosas que cualquiera haría. Pero sabíamos que jamás seríamos como el resto de mortales. A veces me sigo arrepintiendo de haber pensado así, de haber sido tan humanos. Quizá me esté equivocando.

Sin embargo, para disgusto de nosotros, nunca se perdió nuestra esencia. Nunca fuimos iguales. Éramos semielfos. Estábamos incompletos, y lo notábamos más a menudo de lo que nos gustaría. Intentábamos ser humanos. Entonces nos aburríamos con las costumbres de los mortales, y nos dolía la cabeza al tratar de encerrar nuestro "fuego interior", como le llamaba mi madre. Tratábamos de ser elfos. Aquello era aún más complicado. La magia no estaba completamente asentada en nosotros, sino que se removía, se escondía y se liberaba sin consentimiento. Era frustrante no encontrar nuestro lugar en el mundo. Quizá, con la esperanza de ayudarnos, nuestros padres se trasladaron a Lost. Un lugar perdido donde daba igual ser elfo o humano... O no ser nada.

Aún hoy añoro aquel pueblo en medio de la nada. Las casas, tan cercanas las unas a las otras. Tan pequeñas. Tan rústicas. Los bosques que rodeaban el pueblo. Robles, olmos y castaños. La cascada que centelleaba en un pequeño claro a unos kilómetros. Los montes que cortaban el cielo, por el que nunca vi pasar ningún avión. El aire limpio. El frío del invierno. La chimenea. La frescura del verano. Las excursiones. El trino de los pájaros. La polvorienta biblioteca. Mis padres. Mis amigos. La paz.

Era tan puro. Tan perfecto. Era... Como el largo y relajado sueño que precede al insomnio. Como un trozo azul en medio del cielo nublado. Como la luna en una noche despejada. Creo que nunca lo valoré lo suficiente.

Aquel día me marchaba a la escuela. Era primavera. Yo, como siempre, tenía la cara pegada a un libro. Creo recordar que se trataba ni más ni menos que de ''Fafnir: la leyenda'', por el elfo Weyn Daerin. Era irónico que estuviera leyendo un libro acerca de dragones. Pronto entenderéis por qué.

Mi madre y mi hermana Ysabel estaban discutiendo, para no variar. Tengo que aclarar que yo nunca he sido muy atrevido, ni aventurero. Era realista. Mi madre, la elfa Lorain, me decía que era demasiado inestable como para hacer magia. Yo lo aceptaba. Podía vivir con ello, porque, al fin y al cabo, también era en parte humano. Ysabel no. Ella era directa, curiosa y buscaba emociones fuertes, aventuras y magia. Sin embargo, tampoco podía realizar hechizos. Sería una bomba de relojería. Pero era muy decidida y testaruda. Eso, en combinación con su lengua afilada, hacía que las disputas con mi madre fueran más que frecuentes. Lo extraño, de hecho, era no escucharlas discutir.

Aquel no era el más acalorado ni el más molesto de sus choques.

—¡Es que no lo entiendo!—gritaba mi hermana. Su larga melena rubia se agitaba tras ella, y tenía el pelo tan fino que este parecía levitar a su alrededor cuando caminaba. Sus ojos verdes centelleaban, revelando una ira sobrehumana tras ellos. Eran oscuros y fríos.

—¡Más te valdría hacerlo!—contestaba mi madre. Eran tan parecidas que a veces me sorprendía que discutieran tan a menudo—. ¡Pareces tonta! ¡No puedes canalizar bien tu energía, Ysabel! No puedes hacerlo bien.

—¡Nunca me has dejado intentarlo! Quizá si me entrenara...

—¡No hay entrenamiento! ¡Deberías estar agradecida de que te deje realizar hechizos sencillos!—gritó mi madre—. ¡Tú no puedes realizar magia complicada! ¡Sobre todo tú! ¡No tienes autocontrol!

Ysabel la miró, con los labios formando una apretada línea y la espalda rígida. Tenía los puños cerrados y temblorosos. Rabia, impotencia, soledad. Los ojos de los elfos transmiten muchas cosas. Le dio la espalda a mi madre, y se sentó a mi lado, en la mesa de la cocina. Sabía que lo peor que podía hacer era intentar hablarle. Miré a mi madre. Estaba preparando el almuerzo. Sacó los huevos cocidos de la olla les rompió la cáscara lenta y concienzudamente. Después, los partió con más fuerza de la necesaria. La tabla de madera donde cortaba estaba llena de arañazos y boquetes.

Ninguna de las dos habló. Yo no estaba seguro de si se habían enterado de que estaba allí, así que desayuné rápido y me marché de la cocina. De pronto, sentí que la intranquilidad se retiraba lentamente de mi corazón. Estaba tenso y ni siquiera me había dado cuenta. Las discusiones nunca me sentaban bien, entre otras cosas porque los elfos transmiten sus sentimientos al mirar a los ojos. Mi hermana y yo también teníamos esa cualidad.

Caminé hasta el primer piso. Allí estaba mi padre. Él era inglés. Tenía el pelo moreno y los ojos oscuros. Ni Ysabel ni yo nos parecíamos a él. La magia de los elfos, al parecer, conquistó a la humana en nuestros genes.

Me acerqué a él. Estaba trabajando, pegado al ordenador. La brillante pantalla del aparato, en la que estaba contestando a unos correos, se reflejaba en el cristal de sus gafas cuadradas.

—Papá, ya me voy—dije. Mi voz élfica, dotada de una agradable musicalidad, pasaba por una mala época. Un gallo resonó en mitad de la frase.

Mi padre se dio la vuelta, mirándome con cariño y con su inquebrantable sonrisa bonachona.

—Que lo pases bien en la excursión, Jan—contestó. Aún recuerdo la calidez del abrazo que me dio.








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