Cenizas

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Lo primero que vi al despertar fueron los oscuros ojos de mi hermana Ysabel, y su larguísima cabellera rubia cayendo a ambos lados de su cabeza, e impidiéndome ver lo que había alrededor. Vi su boca curvarse en una radiente sonrisa. En sus ojos leí alivio y alegría sobre una capa de tristeza y consternación. Eso, en un primer momento, me desconcertó.

Estaba algo desorientado. No recordaba qué había pasado, no lograba situarme y no comprendía por qué sufría aquel incesante dolor de cabeza. Ysabel alzó la cabeza.

—¡Sebas, ven!—gritó.

Pronto escuché los pasos apresurados de mi amigo, cada vez más fuertes. Se paró frente a Ysabel. ¿Por qué tenían la ropa tan sucia?¿Cómo se habían manchado de sangre?¿Ese polvo grisáceo era ceniza?

Sebastián se arrodilló a mi lado.

—Hey, tío—susurró—. ¿Te encuentras bien?

—Más o menos—gruñí, incorporándome. Miré a ambos lados. De pronto, la preocupación se plasmó en las expresiones de mis amigos. No sé si fue por ver mi cara o por el hecho de haberme levantado. Me inclino por la primera opción.

Desolación. Eso era lo único que me rodeaba. El fuego y el humo se vislumbraban a lo lejos. No, no me refiero a que estuvieran en un sólo punto. No. Había humo allá donde alcanzaba la vista. Toda la línea del horizonte era una brillante hilera de fuego escarlata. El césped, duro, quemado, se clavaba en las palmas de mis manos. El calor era asfixiante, y me robaba el aire, dejándome sin respiración. El humo se introducía en mi interior como la silenciosa sombra de la destrucción del fuego. No creo que sea capaz de expresar mis sentimientos con palabras escritas, pero como considero que es muy importante comprenderme, lo intentaré.

Lo mejor sería empezar por la sorpresa. Lo siguiente, el miedo. Un escalofrío. Preguntas que asaltaban mi mente sin compasión, una sarta de dudas terroríficas que hacían referencia a mis padres, a mi casa, a mis amigos y, muy egoístamente, a mi biblioteca. Un sensación asfixiante que se traducía en un gigantesco nudo en la garganta y en extremidades temblorosas. También sentí tristeza. Ese sentimiento nacía de mi impotencia. No se podía regresar atrás en el tiempo. Lost era ahora un recuerdo. Los recuerdos eran reales pero, por suerte o por desgracia, no era palpables. Aquello me golpeó con la fuerza de una maza, e incrementó el tamaño del horrible nudo que se había formado en mi garganta. Sería terriblemente frívolo decir que se me inundaron los ojos de lágrimas. Lloré. Lloré como un anciano hundido en la soledad. Lloré como un niño que se muda de ciudad. Lloré, porque vi mi mundo derrumbarse a mi alrededor.

Entonces, Ysabel me abrazó. Sus lágrimas humedecieron mi hombro, sus manos se aferraron a las arrugas de mi camisa. Sus sollozos penetraron en mis oídos, una oscura canción de tristeza e incomprensión. Y yo le correspondí.

A unos metros, Sebas nos observaba con una triste sonrisa. La desolación oscurecía sus brillantes ojos azules, enrojecidos por el humo y el polvo.

Ysabel se separó de mí bruscamente, y se secó las lágrimas, dejando una mancha de hollín recorriéndole toda la mejilla.

—Será... Será mejor que busquemos a papá y mamá—susurró. Después, se volvió para mirar a Sebas—. Gracias por ayudarme a cargar con él.

—No iba a dejaros atrás—dijo el otro, muy serio—. Sois mis amigos.

Ysabel asintió y se volvió hacia mí.

—Nos reuniremos con Sebas en una hora. Vamos.

Después, echó a andar hacia aquella columna de humo que coronaba Lost... O lo que quedaba de él.

No tuvimos que caminar mucho rato para poder ver Lost, si es que aquel montón de ceniza se podía considerar ya mi hogar

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No tuvimos que caminar mucho rato para poder ver Lost, si es que aquel montón de ceniza se podía considerar ya mi hogar.

El cielo estaba cubierto por un manto de humo que impedía ver el sol. La suave brisa removía la ceniza que se amontonaba por todas partes. De las casas quedaban ahora las estructuras de piedra, que se habían derrumbado sobre el suelo.  En algunos puntos, el fuego alcanzaba metros de alto. Se extendía como una horda de termitas, arrasando la madera. Ysabel y yo tratamos de mantenernos alejados de los restos de las llamas, que se retiraban poco a poco, cuando llegaban a los límites de lo que podían destruir. Por suerte, las casas de Lost estaban separadas... Y ello no había evitado su destrucción.

Apreté los puños, hasta que mis nudillos se tornaron completamente blancos. Respiré hondo, tratando de tranquilizarme. ''Pueden estar vivos''pensaba, tratando de autoconverceme. Basta con decir que no tuve mucho éxito.

Caminé con la cabeza gacha el resto del camino hacia nuestra casa. Ysabel no me miró ni un solo momento en todo el trayecto. Entendí que ella tampoco tenía muchas ganas de hablar, y, en caso de que hubiese llorado (algo perfectamente comprensible), no hubiese querido que le viera las lágrimas. Por suerte o por desgracia, era muy orgullosa.

Paró frente a un montón de escombros que, en un primer momento, no me llamó la atención, hasta que vi algo tirado sobre el suelo. Fruncí el ceño y me acerqué. Parecía la cubierta de un libro.

Ahí estaba la portada de mi ejemplar de Fafnir, aquel libro que me había dejado a la mitad en el desayuno. El corazón me dejó de latir momentáneamente cuando comprendí dónde estábamos. Recuerdo como la vista se me tornó borrosa por las lágrimas, y como conseguí distinguir la figura de mi hermana, con los puños apretados y la espalda rígida. Aparté las lágrimas de mis ojos, y entonces vi que ella los tenía completamente cerrados. Comprendí que, tristemente, Ysabel no quería que yo leyese sus emociones. De nuevo, trataba de ocultarse.

Yo no iba a hacer eso. Yo no podía quedarme paralizado como Ysabel, tratando de no moverme para que mis acciones no delataran mis sentimientos. Yo tenía que salvar a mis padres. Tenía que saber si estaban ahí... O si, como el resto de mi mundo, se habían desvanecido en aquel infierno de humo y fuego.

Corrí. Me adentré entre las cenizas, entre los restos de las llamas. Eché cenizas al fuego, haciéndolo retroceder. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal al comprender que el piso superior se mantenía en precario equilibrio sobre mi cabeza. Sin embargo, ni las llamas ni el temor a que mi casa se derrumbara sobre mí me paró. 

Llegué a lo que había sido el salón. Y allí grité.

—¡Mamá! ¡Papá!—aullé. Mi propia voz me sobresaltó. Siniestramente, me recordó a un grito agónico. Aquello no ayudó mucho a mejorar mi estado de ánimo—. ¡¿Dónde estáis?! ¡Papá! ¡Mamá!

No recuerdo cuánto tiempo pasé así, aullando como un lobo herido los nombres de mis padres. Entonces me derrumbé, y me di cuenta de que Ysabel estaba llorando. Más allá de los límites de lo que había sido mi hogar, mi hermana estaba sollozando como nunca antes lo había hecho.

Entonces comprendí que todo daba igual. Que mi mundo ya había caído. Que mis padres habían desaparecido. Que no sabía si Torkil o mi maestro habían corrido la misma suerte que ellos. Comprendí que no había vuelta atrás, y que tenía que mirar hacia delante. Y delante de mí estaba Ysabel, llorando a lágrima viva, con la cara blanca como el papel.

Corrí hacia ella, y apoyó la cabeza en mi hombro. Cuando dejaba caer más lágrimas, yo parecía haber perdido las ganas de llorar. No merecía la pena. No creáis que por eso me sentía mejor.

El vacío de mi corazón ahora apresaba mis emociones. Cuando Ysabel retiró la cabeza de mi hombro y me miró a los ojos, vi también aquel vacío en su mirada, y mi dolor se multiplicó por dos.

Solo aquellos que hayan perdido todo comprenderán cuán intenso era nuestro dolor. Los demás, rezad porque nunca tengáis que ver a vuestros hermanos llorando, rotos por dentro. Rezad para que nunca nadie tenga que llorar en vuestro hombro porque no tiene ningún otro pilar en su vida en el que apoyarse. Yo nunca lo hice, ¿sabéis?

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⏰ Última actualización: Aug 11, 2017 ⏰

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