Le doy una patada al despertador, pensando en seguir durmiendo. Pero de golpe mis ojos se abren como platos, recordando que día es. Hoy no me puedo dormir.
Miro el oscuro techo de mi habitación. Esta a pocos centímetros de mi nariz, si no me levantase con cuidado podría darme un buen golpe en la cabeza. No sería la primera vez.
Bajo las escaleras de la litera lenta y sigilosamente, intentando no despertar a Tom, que duerme en una cama bajo la mía. Cruzo silenciosamente el pasillo, procurando que mis pies hagan el menor ruido posible al rozar el suelo.
Llego a nuestro diminuto baño, un pequeño rectángulo de dos metros de ancho por tres de largo. Es el típico baño, con baldosas blancas y una cenefa azul que cruza la estancia. El único toque de color lo ofrece una pequeña vela azul que desprende un ligero aroma a agua de mar.
Miro la vela fijamente, y al levantar la vista, me encuentro con mis ojos reflejados en el espejo. Unos ojos demasiado grandes y vivaces para un rostro tan pequeño como el mío. Bajando la mirada, contemplo mi nariz redondeada, de forma aniñada, salpicada de diminutas pecas que descienden hasta los mofletes. Llegados a ese punto, decido examinar también mi pelo, que se extiende como una aureola anaranjada alrededor de mi cara. La gente suele decir que tengo el cabello rizado, pero más bien es bufado y sin forma. Solo cuando me permito trenzármelo durante toda la noche y soltármelo a la mañana siguiente, mi pelo cae en una cascada ondulada llegando hasta la mitad de mi espalda. Mi rostro ovalado y las pecas hacen que parezca menor, pero en realidad este es mi decimoséptimo año. Al menos tengo unas piernas largas, aunque demasiado delgadas para mi gusto, que contrarrestan mi rostro infantil.
Me quito el liviano camisón y me adentro bajo el agua caliente que sale irregularmente del grifo de la ducha. Mis músculos se van relajando lentamente gracias al familiar olor a fresas del jabón, pero mi cerebro cada vez está más despierto, tomando consciencia plena del día que es hoy. Y es que hoy ha llegado el día de la Emancipación.
Cuando los adolescentes llegan a la edad de 17 primaveras, son enviados a diferentes lugares de las Fronteras de nuestra Región para proteger la tierra que nuestros antecesores han luchado y conseguido con tanto ahínco. 12 años después, son devueltos a su lugar de origen y recompensados con una casa y un empleo digno en el que trabajar.
Al menos, así es como el gobierno lo anuncia en los reclamos emitidos por televisión. En realidad, las Fronteras son un campo de batalla del que muy poca gente consigue salir con vida, así que normalmente, el remanso de paz en el hogar no suele llegar nunca.
Desecho estos pensamientos rápidamente de mi cabeza mientras me aclaro el cabello, intentando mantenerlos en un rincón, apartados de mi imaginativo cerebro, que no cesa de reproducir imágenes vistas por televisión o en los museos sobre las Fronteras.
Froto mi cabello y mi cuerpo a conciencia, procurando hacer el menor uso posible del agua, ahora ya tibia, porque es un recurso muy limitado y quiero que también Tom esté limpio y acicalado hoy. Al pensar en mi pequeño hermano de nueve años, soñando en su diminuta cama en la habitación contigua, no puedo evitar que se me forme un nudo en la garganta. Tom y yo somos huérfanos. Nuestros padres nos tuvieron en las Fronteras, primero a mí y luego a Tom, pero a los veintiocho años murieron en una batalla a orillas del río Éufrates. Yo tenía nueve años, i Tom acababa de cumplir su decimoctavo mes de vida. Nos enviaron a vivir con la tía Julianne, una mujer regordeta y algo excéntrica, hermana de nuestro abuelo paterno. Es la única pariente viva que tenemos. A veces, cuando miro a tía Julianne, no consigo imaginar a la mujer que sobrevivió durante doce años en las Fronteras.
