Otra vez llorando y lamentándose con la cara estampada contra la almohada. ¿Cuándo se terminaría el sufrimiento? ¿Cuándo acabaría el abandono que sentía de su propia familia? Demasiado preguntas y ninguna respuesta; otra cosa por la cual lamentarse.
Sus hombros y pecho se agitaban acompañando a los sollozos su brotaba de su garganta.
La sumisión, eso era lo que pasaba. Eso era lo que lo metió en esto. La sumisión de su madre y hermana mayor. ¡Ellas eran las culpables, sí! Pero ¿quién tenía que pagar los platos rotos? El pobre Esteban, el "adolescente irrespetuoso" de la familia.
Exacto, ellas eran las culpables por haberse dejado controlar por tanto tiempo y ahora, acostumbrado, su padre lo trataba a Esteban como basura.
Lo peor de todo, era saber que Esteban jamás podría huir, a menos que recurriera a la última opción, pero él no quería matar a nadie. No quería llegar a ese extremo sólo por llamar sumisas a las mujeres de la casa en sus caras y desafiar a padre con la mirada.
Pero debía hacerlo. Él mismo había provocado eso.
Se levantó de la cama y se sentó, perdiéndose por un momento en las gotas que resbalaban por la ventana cerrada de su habitación. Cerró los ojos un momento y esperó un momento a ver si ellos lo llamaban. Últimamente los seres que estaban en la cabeza del chico de 14 años no callaban nunca y le provocaban dolores de cabeza, pero ahora sólo susurraban, dejando en una paz desacostumbrada a Esteban.
Sin quererlo, se quedó así durante media hora, casi suplicando que los seres le dijeran qué hacer.
Y la espera dio paso a la recompensa.Lorena dejó de escuchar como su hija, Paula, lloraba desconsolada, para irse a la cocina y quedarse ahí, sin sentir un ápice de culpa al no consolar a la chica. Al fin y al cabo, de ella era la culpa de todo lo que estaba pasando. Si Paula no hubiera nacido en el momento menos conveniente, quitándole así la oportunidad de escapar a Lorena, su pobre hijito no estaría sufriendo encerrado en su habitación.
La mujer frunció el ceño y sintió ganas de volarse los sesos de un tiro a sí misma y a toda su familia, pero al pensar en Esteban ese pensamiento se fue, como siempre pasaba. Ahora el deseo de ir a consolar a su hijo se hundió en su cabeza.
Miró el reloj y se sorprendió al ver que ya había pasado una hora y media desde el alboroto. El moretón que le había dejado su marido le dolía más que antes, pero lo ignoró, se levantó y salió de la cocina. Caminó por el largo pasillo de la cabaña hasta llegar al otro extremo y tocó la puerta de la habitación de su hijo. No escuchó nada, a excepción del ruido de la pieza de Paula, donde su marido se estaba descargando con la chica.
Tocó un poco más fuerte la puerta esta vez y esperó a que Esteban la dejara pasar y le dedicara esa mirada paciente y hosca a la vez, mientras ella le hablaba y trataba de tranquilizarlo en vano; en cambio, nadie abrió la puerta y a Lorena la invadieron los nervios.
Esteban siempre le abría la puerta y no había ninguna razón para que ahora no lo hiciera.
A menos que recurriera a la última opción.
Y estaba segura de que lo había hecho.
Lorena atravesó la corta distancia que la separaba de la puerta del baño corriendo e intentó abrirla, fracasando en el intento. Probó y probó por más de treinta segundos, mientras las lágrimas le recorrían las mejillas, hasta que recordó que la puerta se abría hacia afuera; prometió castigarse luego por haberse olvidado de eso y haber tirado para adentro.
Al fin, abrió la puerta y la cara se le palideció al ver el cadáver de su hijo colgar de una soga atada a la resistente lámpara del techo. Abrió los ojos de par en par y cayó de rodillas, levantando las manos y rozando las suelas de los zapatos de Esteban.
Éste había cerrado la tapa del inodoro, había subido en él y luego dio un pequeño salto con la soga atada cuello. Lorena imaginó la escena una y otra vez , con los ojos abiertos de par en par, sumida en un trance que no parecia tener fin.
Al parecer, sí lo tenía. El fin del trance llegó a la par de las ganas, tan conocidas, de volarle los sesos a su familia.
Y eso hizo.