Muy poco tránsito había ese día en la ciudad, tampoco circulaba mucha gente que digamos. La única persona que parecía lo bastante calurosa, o bien dispuesta a ganarse una gripe, era la adolescente esbelta que se encontraba parada en la cornisa del quinto piso del pequeño y poco concurrido hotel Monterrey. Éste se encontraba delante de una hermosa playa —que sí era concurrida— y otorgaba una vista bellísima. Claro que en ese momento no había nadie debido al clima.
La chica, la cual se llamaba Julia, llevaba tan sólo unos jeans y una remera manga larga blanca; iba descalza, su cabello negro estaba suelto y flameaba a medida que soplaba el viento. Sus ojos estaban rojos por el llanto, pero, sin embargo, una sonrisa mínima y débil se asomaba por sus labios. Miraba la noche que se plasmaba frente a ella. El cielo estaba completamente despejado, ni una estrella podía verse. La luna que brillaba sobre el mar la encantaba e iluminaba su pálida cara.
Julia se arrodilló un poco y luego se acomodó de manera que quedó sentada como indio. Parecía como si la altura y el peligro no la asustaran en absoluto, ya que se balanceaba de un lado a otro lentamente mientras sostenía sus rodillas con las manos.
De repente, se inclinó un poco hacia adelante y observó la calle. En ella, un auto estacionó y pudo ver como una chica bajaba de él. Ésta era tan baja que daba gracia, pero la mirada que tenía, que parecía una mezcla entre ira y preocupación, haría retroceder unos pasos a cualquiera. Julia la reconoció al instante: Sol. Su expresión tranquila titubeó un poco, pero se pudo notar que una ola de emociones la abarcó en cuanto la vio.
Sol entró apresuradamente al edificio. En ese momento fue cuando Julia se levantó de golpe y su ceño se frunció. Casi se tropieza y cae al vacío, pero logró mantener la postura. Le dio la espalda a la vista y se quedó mirando a la puerta que permitía la entrada a la terraza. Su mirada bajó al suelo unos segundos, sospechando que tal vez no la dejaran entrar, pero se desmintió cuando, cinco minutos después, Sol apareció en el umbral de la puerta, abriéndola con una sonora palmada.
Julia no sabía si sentirse emocionada o decepcionada, gritar de rabia o llorar de alegría; después de todo, ella era la razón por la que estaba ahí.
— Da gracias que el recepcionista me conoce la cara, porque estuvo a un pelo de no dejarme entrar —dijo Sol, con una sonrisa triste. Julia no respondió, sólo la observaba. La recién llegada la miró inquisitivamente luego de que su sonrisa desaparezca—. ¿En serio, Julia?, ¿mandarme un mensaje de despedida? Por favor, sabías que vendría.
Y era verdad. Julia le había mandado un mensaje con la esperanza de que fuera a buscarla. Porque, aunque no quería que Sol viera el estado de vulnerabilidad en el que estaba, sí deseaba estar con ella en esos momentos. Pero jamás lo admitiría en voz alta.
— Estaba tan preocupada por vos. ¡Hace días que no respondías mis mensajes! —dicho esto, sacó su celular del bolsillo y lo agitó delante de su cara, como si eso fuera a dar énfasis a lo que dijo. Luego lo volvió a guardar —. Noches enteras desvelándome, torturándome pensando en que no querías que lo nuestro continuara, ¡pero en realidad no querías que la vida en sí siga! ¿Por qué no trataste de hablar conmigo, Julia? Yo lo hubiera entendido, hubiese encontrado la forma de ayudarte, yo lo habría hecho por vos... —su voz se fue apagando a medida que las lágrimas empezaban a salir de sus ojos. A pesar de esto, su expresión de furia no cambió.
Julia no respondió enseguida, sino que giró su rostro y observó la luna por un momento que le pareció una eternidad.
— Perdón —lo único que brotó de su boca. Su voz quebrada daba a entender lo arrepentida que estaba—. Perdón, en serio perdón. Yo... tenía miedo de como reaccionarias. Y ¿si dejaba de interesarte y te ibas, dejándome sola, como un perro moribundo? Por Dios, ¡ni siquiera mi familia me apoya!, ¿por qué ibas a hacerlo vos?