Por esta noche no estemos en guerra

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Los zapatos de Harry Potter y los de Ginny Weasley golpeaban contra la fría piedra del suelo de las mazmorras, haciendo un ruido parecido al del claqué. Draco los observaba reír agazapado tras su libro de pociones y se preguntaba con inquietud por qué en los últimos tres días esos dos parecían haberse vuelto tan inseparables.

   Por supuesto, había oído los rumores. No porque se hubiera esforzado en escucharlos (¡por Merlín!, un Malfoy jamás caería tan bajo) sino porque era imposible no hacerlo: desde aquel partido de Quidditch Hogwarts bullía en cotilleos sobre el Elegido y la Comadreja. 

   Draco había decidido no creer las historias que se contaban por la sencilla razón de que eran absurdas. Imagínate, algunos magos decían que Potter y Thomas se habían batido en un impresionante duelo mágico, en el que se había empleado más de una maldición imperdonable, por el amor de la Weasley. Otros juraban que su romance había empezado cuando Potter había tomado la pelirroja cabeza de la chica en medio de la Sala Común de Gryffindor y le había plantado, en los labios, el beso más genera-humedades que se hubiera visto jamás en la historia del colegio. 

   Lo dicho: eran rumores tan ridículos, que estaba claro que habían sido inventados por quinceañeros aburridos, esperanzados ante la perspectiva de distraerse un poco del terror que la guerra había desatado.

   —Harry, vamos, despídete de tu novia—exclamó el profesor Slughorn en aquel momento, guiñándole un ojo a Potter. Draco se sobresaltó: ¿cómo era posible que incluso los profesores se creyeran aquel ridículo rumor?—. Imagino que la clase de pociones no te resulta tan agradable como la señorita Weasley, pero espero que también sepas encontrarle el gusto.

   —Por supuesto, señor—le respondió el chico, atribulado y con una sonrisa bobalicona dibujada en la cara. 

   "El muy idiota probablemente se siente avergonzado porque Slughorn piensa que Weasley es su novia cuando solo es su amiga", pensó Draco con seguridad. O al menos intentando aparentar ante sí mismo que estaba seguro de lo que pensaba.

   Un teatro que no tuvo más remedio que suspender cuando Potter, con las mejillas arreboladas, se inclinó para besar los labios de la risueña Weasley.

   Draco sintió algo así como un puñetazo en el estómago. "Es un beso de amigos, si no hay lengua es un beso de amigos", dijo para sí, rezándole a todos los dioses de los que había oído hablar para que el beso no acabara siendo uno con lengua. Pero los dioses no debieron escucharlo, porque Weasley no dudó en enterrar sus dedos en el cabello de Potter para convertir el beso en uno más profundo, con lengua, con mordisco, con todo.

   —Bueno, bueno, cuánta pasión. Ya es suficiente, chicos —declaró entre risas Slughorn, y por una vez Draco se alegró de que el profesor abriera la boca.

   —Lo siento, profesor —dijo Weasley con una sonrisa de perfectos dientes blancos. Draco se preguntó por qué todos sonreían, por qué todos parecían tan estúpidamente felices—. Yo también tengo que ir a clase. Adiós, Harry.

   Potter le dijo adiós con la mano, entró en el aula de pociones y ella se fue con un contoneo de su preciosa melena pelirroja. Slughorn movió la cabeza de un lado a otro, divertido, hasta que reparó en la presencia de Draco. Frunció el ceño y colocó los brazos en jarras, dirigiéndose a él con una actitud radicalmente diferente de la que hacía gala un segundo antes.

     —Señor Malfoy, entre en el aula. ¿Qué hace ahí parado? ¿No ve que ya pasa de la hora?

   Draco no protestó. Últimamente no tenía la energía suficiente para llevarle la contraria a nadie. En su lugar, asintió apocado y caminó hacia la mazmorra con el corazón en un puño, deseando no haber visto el beso. Acababa de descubrir por las malas que la ignorancia es mil veces preferible al dolor punzante que siente el rechazado.

Por una noche no estemos en guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora