En mi colegio hay muchas cosas terminantemente prohibidas. No se pueden traer radios ni
zapatos de colores. Tampoco se pueden usar las medias por debajo de la rodilla ni la falda por
encima de la medida. Está prohibido subirse a los árboles, hacer guerra de agua, dejar comida
en el plato, pintar en el tablero, leer comics, reírse en clase, etcétera, etcétera.
Pero entre las mil trescientas prohibiciones del reglamento, hay una escrita con mayúsculas
y subrayada: no se puede traer ni comer ni vender ni comprar ni mascar chicle. Es el peor
enemigo de los profesores, quién sabe por qué. Los chocolates, las paletas y toda la familia de
los caramelos están permitidos. El chicle no. Y si a uno lo pillan haciendo una bomba o
simplemente saboreando con suavidad una insignificante "goma de mascar", le arman un
escáldalo casi igual al que forman por rajarse en disciplina.
Por eso nos hemos inventado muchas formas de esconder los chicles... Debajo del paladar
o del pupitre, detrás de las orejas, a veces en la suela del zapato o en otros escondites que
seguro ustedes imaginan, pero que por simple prudencia, es mejor no escribir en esta página
(nunca se sabe quién pueda llegar a leer estos cuentos...)
Pues resulta que detrás de la ventana de nuestro salón, en el huerto, había un escondite a
prueba de lluvia y de profesores. Allá enterrábamos todos los cauchos de chicle del curso,
hasta que un día apareció una matica misteriosa...
El lunes, cuando Acevedo la descubrió, no medía más de 30 centímetros y sus hojas de
color violeta se veían equivocadas en medio de tantas margaritas. El martes, a la hora del
recreo, se había convertido en un árbol respetable de uno con treinta de estatura y el jueves
por la tarde ya era mucho más alto que el sauce llorón del patio.
Entonces el profesor de biología llamó al Jardín Botánico y el lunes siguiente llegaron siete
sabios a examinar el árbol de pies a cabeza. Hubo muchas discusiones a la hora de clasificarlo.
Algunos decían que era una variedad del eucaliptus, por el aroma de sus hojas. Otros creían
que era un pariente de la familia de los robles, por la firmeza de su tronco, y no faltó quien se
atreviera a confundirlo con una palma africana.
Mientras tanto el árbol seguía creciendo un metro diario sin ponerle atención a los
comentarios, hasta que llegó a convertirse en el más grande de América. Lo bueno fue que no
hubo clase en toda esa semana. Se armó una discusión interminable y todo el mundo venía a
opinar y el director tuvo que trasladarse, con escritorio, teléfonos y secretarias, debajo del
árbol, para contestar las preguntas de los noticieros de televisión.
Cuando el árbol superó la talla de todos los árboles del mundo, llegaron científicos,
ecologistas, presidentes y periodistas de todas partes. La gente grande estaba feliz diciendo
que "ahora sí teníamos en nuestro país el árbol más grande del mundo". Nosotros estábamos
todavía más felices porque las raíces del árbol empezaron a crecer entre los salones de
primaria. Entonces sólo había clases muy de vez en cuando y todas eran al aire libre.
El colegio fue convirtiéndose poco a poco en la casa del árbol y el rector tuvo que organizar
un bazar para construir una nueva sede campestre. En el tronco del árbol pusieron una placa
de mármol con letras doradas y el Presidente de la República vino a bautizarlo
personalmente. Como nadie le sabía el nombre, le inventaron uno larguísimo en latín, que es
una lengua muerta. Ese día tampoco hubo clase, con tantos discursos, y varios niños de
kinder se desmayaron por aguantar todo el tiempo de pie, al rayo del sol y con uniforme de
gala.
Han pasado ya dos años desde entonces y el árbol no ha parado de crecer un solo día.
Ahora mide más de trescientos kilómetros y pronto empezará a hacerle cosquillas a las nubes.
Dicen los científicos que cuando las nubes se cansen de tantas cosquillas, habrá un aguacero
parecido al diluvió universal, pero muchísimo más corto.
Sólo nosotros, los de Quinto "A", sabemos que en vez de agua, lloverán chicles de todas las
marcas, colores y tamaños. Y habrá que salir a recogerlos con bolsas, baldes, maletas y
maletines, para evitar una inundación.
Al otro día del diluvio, cuando todo el mundo descubra el misterioso origen del árbol de
chicle, se va a armar la grande en el colegio. Seguro lloverán castigos, boletines y matrículas
condicionales para todos los del curso. Pero a nosotros no nos da miedo... ¿A quién puede
importarle un castigo, si es dueño de una fábrica gigante de chicle natural?
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El Terror de sexto B
Historical FictionRESEÑA A un niño se le cumple el deseo de que no haya clase; en el colegio un árbol crece en pocos días hasta convertirse en el más grande del mundo; la broma del alumno más revoltoso de clase hacia su profesor le traerá un disgusto; una niña gord...