Un amor demasiado grande

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Desde pequeño fue un gigante. La talla más grande de zapatos. El más alto de la aula. El
peso pesado del equipo de basketball. Cuando Mauricio se caía, la tierra entera sonaba. Se
estremecía con el golpe.
Era exagerado, desproporcionado, colosal... Desocupaba la nevera en cada comida y
siempre se quedaba con hambre. Un tipo fuera de lo común. Tenía quince años y no paraba
nunca de crecer.
Un día se enamoró. Como un loco. Del todo. Con sus manazas arrancaba las flores del
jardín y luego, temblando, las dejaba en la puerta de la casa de Juanita. No se atrevía a poner
la cara. No le dirigía la palabra, de tanto amor que le tenía guardado. Sólo le hablaba con los
ojos. La miraba de día y de noche. En la clase, ella sentía unos ojos fijos en su espalda.
Cuando dormía, también tenía la sensación de que alguien la estaba espiando
Y era cierto. El gigante se pasaba las horas en frente de su ventana. Detrás del árbol de
cerezas, la cuidaba. La acompañaba a hacer tareas. La esperaba a que comiera y le contaba
historias para dormir. Cuando Juanita apagaba la luz, él le cantaba serenatas con su enorme
voz de tarro. No regresaba a casa hasta que presentía sus sueños. Nunca volvió a hacer tareas
ni a entrenar con el equipo. Rara vez alguien se encontraba con él. Era apenas una sombra.
Una sombra gigantesca.
Empezó a tener problemas. En el colegio, perdió siete materias. En la casa, nadie sabía
dónde pasaba los atardeceres ni las noches heladas. Llegaba tardísimo, con sus enormes pasos
de fantasma. Escasamente dormía. Se veía cansado, ausente, en otro mundo. Y era cierto:
vivía en el mundo de Juanita. Escondido como un ladrón, detrás de su ventana.
Entonces decidió ponerle fin a ese asunto. Tenía que buscar una forma de hablar con ella. Y
justo ahí empezaba el problema. Él era un hombre de pocas palabras. Todavía se ponía
colorado cuando le tocaba "participar" en clase. Ni pensar en lo que sería una conversación
con Juanita. Quizás podría empezar con una frase común y corriente... Algo así como "Hola,
Juanita. Hace un hermoso día"... (¿Era eso común y corriente?). Mauricio ensayaba y dudaba.
Y como no tenía experiencia en conversación, se dedicó a la tarea de escuchar lo que decía la
gente. Durante todos los recreos, se sentaba estratégicamente al lado de las parejas de novios
o de amigos que había en su curso. Parecía un espía, con su cuaderno de notas, listo a atrapar
en el aire cualquier frase interesante. Algo que le permitiera romper el hielo. Así coleccionó
un montón de diálogos ajenos:
—¿Qué has hecho?
—Nada especial. ¿Y tú?
—Pensarte.
—¿Qué vas a hacer mañana?
—Ni idea. ¿Por qué?
—¿Te gustaría ir al cine?
(....)
Llenó páginas enteras con frases de ese estilo. Pero a la hora de la verdad, ninguna le servía
de nada. Le faltaba lo único importante: llenarse de valor y simplemente hablar con ella. Un
día, por fin, se atrevió a saludarla. La esperó en la puerta del colegio hasta que la vio llegar.
Con un hilo de voz le alcanzó a decir "Hola, Juanita".
Ella pasó derecho. Quizás ni lo oyó. El mundo se le vino encima. Era un gigante solitario,
en medio del barullo de la clase.
Por la tarde, recuperó las fuerzas y la llamó por teléfono.
—Hola —dijo Juanita....
Del otro lado, sólo se oía un silencio enorme.
— ¿Hola! —repitió Juanita, en todos los tonos.
Mauricio la escuchó, con el corazón encogido. Trató de decir algo, pero la voz se le había
borrado. Ella colgó.
Varias veces repitió su conversación muda, hasta que al fin ella lo insultó.
Pero no se dio por vencido. Para disculparse, le mandó una tarjeta pintada por él. Era la
imagen, sin palabras, de un gigante arrodillado frente a una hermosa princesa. Al parecer, no
sirvió de nada. Porque la princesa pasó todos los días rodeada de un séquito de amigas, y
aunque estuvo a punto de tropezarse con él, nunca lo vio. Por esos días, Mauricio empezó a
sospechar que, a pesar de su tamaño, era un hombre invisible.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea más descabellada de todas las ideas: si era
invisible y si no le salía la voz, iba a hacer un pasacalles gigante y Juanita no tendría más
remedio que verlo todos los días, meciéndose junto a su ventana. Gastó seis metros de tela y
un tarro de pintura roja sólo para decirle:
Nada más, así de simple. Lo difícil vino después. Tenía que colgar el pasacalles frente a la
ventana de ella, entre el poste de la luz y el árbol de cerezas. Mauricio empezó a las once de la
noche y lo sorprendió el amanecer, enredado entre un complicado sistema de cuerdas,
sudando a pesar del frío y con el alma colgando de un hilo.
—Cómo hace de falta un amigo en momentos así —pensaba Mauricio, sentado en una
rama del árbol de cerezas—. Entre dos, esto sería más fácil.
Y mientras trataba de animarse, pensando en la sorpresa que se llevaría Juanita al ver su
pasacalles, una luz de interrogatorio le encandelilló los ojos. Mauricio no sabía quién estaba
abajo pero, por el tono de voz, se imaginó que no se trataba de ningún amigo.
—Se ordena al sospechoso bajar del árbol con las manos en alto —le gritaron.
Aunque parecía imposible bajar del árbol, a esa hora y con las manos en alto, Mauricio
cumplió la orden al pie de la letra. Abajo lo esperaban dos policías.
—Queda detenido —dijo el más viejo.
—Tiene que acompañarnos a la comisaría —completó el más joven.
A Mauricio sólo se le ocurrió la típica frase de las películas:
—Soy inocente —dijo para comenzar.
Y en realidad fue sólo w comienzo. Porque después lo confesó todo. Habló sin parar
durante un largo rato. Aprovechó la oportunidad para contar todos los detalles de su amor
atragantado. Los policías lo escucharon de principio a fin. No lo interrumpieron. No le
hicieron ninguna pregunta. No le exigieron pruebas.

Por fin, cuando Mauricio terminó su declaración, el policía más viejo recuperó su voz de
mando y empezó a dar instrucciones:
—A este muchacho hay que ayudarlo. Rapidito, a movernos, que es para hoy.
Los policías sacaron sus herramientas de la patrulla y se treparon con Mauricio al árbol de
cerezas. Lanzaron sogas y escaleras de emergencia hasta el poste de la luz. Estuvieron a punto
de resbalarse. Entre los tres lograron coordinar un arriesgado trabajo de equipo. Fue intenso,
peligroso y apasionante. Por fin, a las seis en punto de la mañana, la operación "pasacalles"
estuvo concluida y un amor exagerado quedó flotando en el aire...
Después de unos minutos, la ciudad se despertó. Todos, absolutamente todos, salieron a
admirar el pasacalles más hermoso que jamás existió. Las vecinas murmuraron. Los
muchachos le tomaron fotos. Las amigas de Juanita lo miraron con envidia. El tráfico se puso
imposible. Y la fila de curiosos fue aumentando durante todo el día.
Juanita, mientras tanto, con las cortinas cerradas, se agazapaba entre las cobijas y se tapaba
los oídos para no escuchar semejante alboroto frente a su ventana. Tenía miedo. Ex a pequeña
y menudita y soñaba, simplemente, con un amigo. Con alguien que la mirara a los ojos y la
tomara de las manos y la llevara, si acaso, a comer un helado. Tanto amor la apabullaba. Era
demasiado para ella. Tal vez algún día, cuando creciera, se casaría con él. Pero, por ahora, no
le interesaba averiguar quién era el que tanto la quería. Un enamorado así le quedaba grande.

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⏰ Última actualización: May 18, 2017 ⏰

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