Saber perder

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Esta vez, estaba seguro de ganar. Había entrenado tanto... Se levantaba cuando todos
dormían y trotaba hasta que salía el sol. Cincuenta vueltas, o a veces más, a la manzana.
Cincuenta flexiones antes del desayuno. Cereal, jugo de naranja y pan integral sin mermelada
ni mantequilla. Luego, una ducha fría y quedaba listo. Salía al paradero, tomaba el bus del
colegio y empezaba un largo paréntesis en sus días, antes del entrenamiento de natación.
Sólo pensando en el entrenamiento podía soportar la clase de matemáticas, siempre a la
primera hora. Y el desfile interminable de las otras materias: español, inglés, sociales,
comportamiento y salud, etcétera, etcétera. El colegio era un mal necesario. Lo toleraba
apenas como un lugar de paso, como una sala de espera antes de la aventura diaria. La
natación en cambio, era su vida.
Todas las tardes, de cuatro a seis, el resto del mundo quedaba atrás. Y su cuerpo, liviano y
poderoso, se imponía pruebas, superaba obstáculos, batía récords... En el azul de la piscina, él
era un héroe y lo sabía. Por eso seguía al pie de la letra todas las instrucciones del entrenador.
Por eso aguantaba también sus regaños y sus "Tú puedes hacerlo mejor", que a veces le
sonaban tan injustos. Una cosa era estar afuera, dando órdenes y otra muy distinta era estar
ahí, metido de cabeza entre el agua. Nadando sin parar. De una orilla hasta la otra, una y cien
veces. Día tras día.
Valía la pena. Primero fue del equipo de primaria; después representó al colegio en las
competencias intercolegiales. Ganó medalla de bronce, pero muchos dijeron que llegaría más
lejos. Tiene enormes posibilidades", decían, y hablaban de él como si fuera un gran deportista.
Algunas veces se lo creía. Otras, pensaba que no era para tanto. Según el ánimo, porque había
días terribles en los que el mundo se derrumbaba y él no era lo que se dice "un tipo seguro de
sí mismo".
Qué va. No era el millonario ni el mejor de la clase. No tenía los músculos de Pini11a, ni la
estatura dé Garávito. No sabía bailar, nunca le prestaban el carro y escasamente se afeitaba
una vez al mes. No tenía novia, se moría del susto, pero desde que logró ser del equipo,
muchas cosas empezaron a cambiar. Sus compañeros lo miraban con otros ojos. Sobre todo
Natalia, que era del equipo de barras. Los ojos de Natalia...
En el fondo, siempre había esperado un milagro. O un golpe de suerte. Y algo le decía que
había llegado su hora. Esta vez, en el Campeonato Nacional, estaba seguro de ganar. Había
entrenado tanto...
La cuenta regresiva empezó. Primero, faltaba un mes. Luego, quince días. De pronto, sólo
una semana. Hasta que por fin llegó la hora. Como llegan todas. Y, cuando se dio cuenta,
estaba ahí sentado, temblando de pies a cabeza. Desde el camerino escuchó cómo llegaba la
gente. Oyó las barras, los aplausos y los gritos del público. Con gusto habría cambiado todos
los entrenamientos, las flexiones y las pruebas de resistencia, por ese instante horrible que le
quedaba, antes de entrar a la piscina olímpica. Tenía ganas de salir corriendo. Deseó, con
todas sus fuerzas, un terremoto o una bomba atómica. Quería morirse, del miedo que tenía.
Paralizado, oyó que lo llamaban por el parlante, con su nombre y su apellido:
—"Federico Nieto" —anunció una voz en el micrófono.
No había duda de que era él. El mismo Federico Nieto de toda la vida. ¡Qué extraño le
sonaba ahora su nombre!
—Suerte, Federico —le dijeron, y unos pasos que no eran suyos salieron del camerino.
Afuera, se encontró con todas esas cabezas, ordenadas en hilera, que llenaban las
graderías.
—Imagínate que son un sembrado de lechugas —le había aconsejado el entrenador—. No
mires hacia los lados. Concéntrate en la piscina y piensa que estás solo.
Pero él no podía pensar. Nadie puede pensar, delante de tanta gente. Sólo se acordó de
Natalia, que estaba ese día con minifalda, en el equipo de barras.
De un salto, se hundió en el agua tibia. El miedo se quedó en la orilla. Y fue sólo un cuerpo
luchando a brazo partido contra el reloj y la distancia. Nunca lo hizo mejor que ese día. Sacó
fuerzas de cada uno de sus músculos y nadó. Nadó con toda su energía, con toda su rabia,
con toda su esperanza. Con sus quince años a cuestas. Nadó como si en esos instantes se
estuviera jugando el resto de la vida. Pero no fue suficiente.
Quedó de segundo. Medalla de plata. "Subcampeón Nacional de Natación en la Categoría
Júnior". Mejor dicho, perdió. Para qué engañarse. Perdió y había entrenado tanto...
Se encerró en el baño. No dejó que lo vieran llorando. No fue a felicitar al campeón. Él no
era un hipócrita. Escuchó, con envidia, los aplausos ajenos y se sintió más derrotado que nadie en el mundo. Afuera, el equipo de barras repetía las mismas canciones idiotas de
siempre. Odió esas voces de niñas histéricas pero, sobre todo, odió a Natalia. La odió de tanto
que había soñado con ella, de tanto que la había imaginado junto a él, como un campeón.
Poco a poco, las graderías se fueron quedando sin gente y el silencio volvió a instalarse en
la piscina olímpica. La cara larga del entrenador apareció en el camerino y Federico se alistó
para escuchar su típico sermón:
—Hiciste un excelente trabajo, Federico. Pero hay que saber perder... Es parte del espíritu
deportivo.
Saber perder. Sólo eso le faltaba. ¿Quién podía haberse inventado una frase tan ridícula?
¿Acaso alguien lo sabía?
Nada de eso dijo. Sólo escuchó mudo, mientras rumiaba sus pensamientos. Estaba
iracundo y quería destrozarlo todo. Fue odioso y terriblemente injusto con sus papás, que se
acercaron a consolarlo y que, además, no tenían la culpa. No les permitió ni un abrazo, ni
siquiera una palmadita en el hombro. No quiso verlos ni en pintura.
Ya se había hecho de noche cuando se animó a salir. Todo estaba en penumbras. Afuera lo
esperaba una sombra. Era Natalia. Caminaron juntos, arrastrando los pies, a paso de tortuga,
sin dirigirse la palabra. No hacía falta llenar el silencio con palabras. Los dos estaban
cansados...
Tardaron mucho en el camino de regreso a casa. El tiempo necesario para dejar que la
tristeza saliera de paseo. No había prisa. No había que madrugar al otro día Federico se
merecía un largo descanso, un fin de semana común y corriente. Dormir hasta tarde. Quizá
un desayuno gigante en la cama y una buena dosis de películas en la televisión, sin mover un
dedo. Total, ya no tenía que estar en forma. No valía la pena, por ahora.
Después, quién sabe. El lunes, si acaso, o el martes, o el miércoles, ir a hablar con el
entrenador y mandarlo al diablo. O pensarlo con cabeza fría, ya sin rabia, y seguir con los
entrenamientos. Era una decisión muy difícil. Sí señor, porque posibilidades tenía. Sólo le
había faltado un poco de suerte. Unos milímetros de suerte. Y la próxima vez, con Natalia
haciéndole barra, todo podía ser diferente. Estaba seguro de ganar. Algún día.

El Terror de sexto BDonde viven las historias. Descúbrelo ahora