Seguía sintiendo aquellos ojos mirarme, sin perderme de vista. Por más que corría y corría, aquella sensación no desaparecía.
Llegué a mi casa, exhausta. Aun sentía a aquellos ojos recorrerme la nuca.
Cerré la puerta con llave, aseguré las ventanas, y conecté la alarma. Ojalá mis padres estuvieran en casa, así habría alguien para protegerme.
Dejando todas la luces encendidas a mi paso, fui a mi cuarto e intenté conciliar el sueño.
Sentía movimiento en la cocina. Había alguien en mi casa. ¿Cómo había podido entrar el supuesto ladrón sin hacer saltar la alarma?
Cogí lo primero que encontré, en este caso una lámpara, para usar de arma y salí lo más sigilosa que pude.
Voces, oía voces, y eran voces conocidas. Soltando mi “arma” corrí a la cocina. Mamá y papá estaban preparando el desayuno. Con una sonrisa, corrí a abrazarlos. Pero me paré en seco al ver sus rostros. Desolación, tristeza, depresión, inundaban sus expresiones.
-Mamá, papá- susurré- ¿que ha pasado?
Pero nadie me respondió. Siguieron con el desayuno, como droides mecanizados.
-¡Mamá, papá!
¿Por qué me ignoraban? ¿que había hecho yo para que ni siquiera se dignaran a responderme?
Y ahora las lágrimas de frustración. Volví a llamarlos y agarré a mi madre de la camisa para obligarla al menos a mirarme.
O al menos lo intenté. Lo único que consiguió agarrar mi mano fue aire.
Vale, esto ya empezaba a asustar. ¿Acaso estoy muerta o en coma como en esas tontas películas fantasiosas que tanto me gusta criticar?
No, eso no puede ser. Si así fuera habría ocurrido algo, como un accidente o algo parecido. Pero no había ocurrido nada fuera de lo normal. Ni había tenido ninguna pelea, ni había estado a punto de atropellarme un autobús ni nada. Simplemente ocurrió de un día a otro. Ya está. Sin más.
Salí de casa, necesitaba aire. Parecía una loca andando de un lado para otro, tirándome de los pelos y murmurando cosas inentendibles. Menos mal que nadie podía verme.
Al girar una esquina, choqué contra alguien. Subí la mirada y me encontré con aquellos ojos negros.