2: No son solo tus ojos.

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No son solo tus ojos.

– ¿En qué demonios pensabas, Rebekah?

En una nota mental, me recordé para futuras ocasiones que aun entrando a hurtadillas en tu casa, si era de tarde no tenía mucho efecto. Claro que, se aceptan diferentes resultados. Pero el mío era estar sentada en mi sillón morado, con dos personas de edad mirándome con el ceño fruncido.

– ¡En nada! ¡No pensaba en nada, Jonathan! –mi madre le respondió con las mejillas encendidas en rojo– Como siempre, no pensaste en nosotros y en lo preocupados que estábamos, ¿cierto?

Resoplé. Ups, no lo quería hacer. Volví a bajar la mirada a mis dedos. No sabía si ya el efecto se había pasado, pero era mejor prevenir que lamentar.

– Es decir que si un día de estos me secuestran y no aparezco, ¿soy despreciable por no decirles a los malditos matones que tienen que avisarles primero?

 – ¡Rebekah!

– Estás castigada. De por vida –papá me apuntó con un dedo acusadoramente–. No salidas. No centro comercial. No cine. No amigos. No Gabriel. Y –dio una sola zancada hasta mí y sacó el celular donde lo había escondido para que no pasara lo que estaba pasando exactamente. Me lo mostró antes de dárselo a mamá–, no celular.

– ¿Y si me secuestran? –pregunté tranquilamente.

– No veo como el celular te pueda ayudar en ese caso –se encaminó hasta la puerta, siguiendo los pasos de mi mamá. Ya ahí, me volvió a señalar–. Un mes.

– ¡Oye!

Seguramente estaba sonriendo cuando se encogió de hombros.

– Dos meses.

Eso había pasado hacia dos horas y faltaban todavía 720 de ellas para que se acabara el castigo original y 1440 para el castigo que injustamente se había establecido después. En mi defensa, fue el LSD. No yo. Ese maldito (con ben) cartón que recuerdo tenia… ¿la cara de Homero Simpson? Sonreí.

Bien, fue el LSD, no yo. Ahora, ¿cómo se lo explicaba a mis apresadores?

Suspiré y extendí la mano para agarrar mi celular y…

Genial. Gemí y rodé en la cama, luciendo como una foca en celo. Mi boca se llenó del algodón que salía de mi oso Ted –es en serio, era un Ted Bear. Como el de la película. Incluso le apretabas una pata y decía “Suck it, asshole”. Era un encanto–. Matt lo había descuartizado en una de nuestras peleas diarias. Jamás se lo iba a perdonar. Escupí el maldito relleno. Tosí.

– Ag. Maldita sea.

 Me levanté alzando el culo primero y salí a trompicones de la habitación. Abajo, mi encantador hermano estaba comiendo cereal. Fruncí el ceño, parecía un perro inclinado en su plato de comida. Se lo dije mientras bajaba los últimos escalones. Me miró sonriendo y se encogió de hombros, con un hilillo de leche en su barbilla.

– ¿Y eso que tiene de importancia? –sacó la cuchara del plato y me señalo con ella– Ni una pizca. Ni una sola.

Rodé los ojos y  eso llamó la atención de mi hermano. Cuando miré los suyos, la explicación estalló en mi cabeza como fuegos artificiales. Miré a otra parte.

– Rebekah…

– ¿Dónde están papá y mamá?

Se levantó y caminó hasta mí. No había ningún matiz juguetón en sus ojos, como siempre. Estaba serio. Anormalmente serio. Tan serio que me asustó. Me aparté de él, pero me agarró el brazo. Volteé mi cuerpo hacia el suyo y lo observé molesta.

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⏰ Última actualización: Mar 12, 2014 ⏰

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