El hombre se sentó solo en el cordón de la vereda. Era verano y estaba oscureciendo. Bajo los árboles se producía una especie de oasis, donde el movimiento de las hojas llegaba a los oídos en un remanso de sonidos.
Una mujer envuelta en un poncho pasó a su lado. Lo saludó con un gesto displicente de su mano izquierda para seguir su camino mientras canturreaba una tonada arrítmica.
Él miraba sin detenerse en nada. Cada cosa que pasaba ya la había visto el día anterior o el anterior a ése.
Los chicos de la cuadra comenzaron salir de sus guaridas. Era el momento en que las madres aprovechaban para hacer la cena. La mayoría escuchaba el programa de Humberto. De las ventanas salía la voz melodiosa que emitía la radio y que hablaba de amores pasados.
Los chicos salían con sus bicicletas, sus patines o con algún muñeco. Los varones trataban de interrumpir el juego de las nenas que se sentaban en algún escalón de entrada. Se notaba que habían alcanzado su cometido, cuando se escuchaba algún grito agudo. Los intentos persistían hasta que eran perseguidos por la matona del grupo.
Era entonces que Serperio, el hombre sentado en el cordón, levantaba el ala de su sombrero. Con ese simple gesto captaba la atención de los chicos que instantáneamente dejaban su juego. Comenzaban a mirarlo de lejos, desde la otra esquina. Lo observaban y cuchicheaban, hablaban entre ellos y lo miraban. Cada uno daba su propia versión; lo que había escuchado de la charla entre su mamá y la verdulera, algún comentario de su padre... Primero, eran comentarios reales, pero después surgían las voces que inventaban un pasado o incrementaban la aureola mítica. La historia era cada vez más amplia y con mayores detalles. Todos terminaban creyendo lo que contaban. La imagen de un hombre solo se convertía en el cuco que había llegado al pueblo para llevarse a un chico.
Ahí comenzaban los desafíos. ¿A que nadie se anima a acercarse?
Tres chicos y una nena se aventuraban tímidamente por la vereda de enfrente. Siempre eran los mismos. Martín, el canchero y líder de la cuadra, Damián, su fiel seguidor, Alejandro, su eterno opuesto, que tendrían unos nueve años, y Yanina, la traviesa, que con sus inocentes tres años no entendía mucho lo que pasaba, sólo seguía el juego. Cuando llegaban a mitad de cuadra, Serperio levantaba la mirada por debajo de su sombrero y los chicos regresaban en estampida. La mayoría de las veces Yanina terminaba en el suelo, porque alguno se la llevaba por delante o porque en carrera sus tiernos pies se enredaban. Ella, sin pérdida de tiempo, se levantaba y alcanzaba al grupo cuando éste ya volvía a probar suerte otra vez. Serperio variaba: movía un brazo, cambiaba de posición las piernas, bostezaba... cualquier movimiento suyo generaba las corridas de los chicos a la esquina de origen. Era como jugar al lobo feroz. Cuando se cansaba, permitía que uno de los chicos, casi siempre Martín, se acercara lo suficiente; entonces se paraba bruscamente y se metía en el pasillo que daba a la habitación de la pensión que habitaba. Atrás se escuchaba un Ohhhh general y esporádicos Ufas después, mientras los latidos del corazón del chico valiente quedaba galopando durante varios minutos.
Hubo un día, que había salido más temprano que de costumbre. La calle estaba tranquila y el calor era insoportable. Lo sobresaltó una voz que le decía hola. Yanina lo miraba parada al lado de su hombro derecho. No pudo contestarle. El silencio de las miradas se mantuvo unos instantes y la nena desapareció ante el llamado de su madre.