Serperio era un hombre común. Tenía cuarenta, pero aparentaba sesenta. Era el sepulturero del pueblo. Había aparecido unos años atrás con una mochila al hombro y su sombrero, el cual había facilitado la creación de su imagen mítica. Lo primero que hizo al llegar fue visitar el cementerio. Lo recorrió y decidió trabajar ahí. Era bastante grande para pertenecer a un pueblo, pero en ese lugar se sepultaban los muertos de toda la localidad. El sector norte era una competencia de mausoleos. Las familias más importantes querían sobresalir aun en la muerte. Él sólo quería alejarse de la vida. De por sí su personalidad taciturna no generaba un acercamiento social más el hecho de ser el sepulturero hacía que los habitantes tampoco quisieran mantener contacto con él. Parecía que en la mentalidad pueblerina era un representante de la muerte. A ver si todavía la de la guadaña se percataba de la presencia de ellos y se acordaba que les había llegado la hora. En los entierros, quizás el único contacto directo, se lo trataba con mucho respeto; siempre mediante frases cortas que mantenían la distancia adecuada.
A las cinco ya estaba levantado. Se bañaba para sacarse la transpiración, producto del mal dormir, y finalizaba su rutina calzándose su sombrero oscuro. Le gustaba su trabajo; ahí se sentía tranquilo. Cada tanto le correspondía hacer esfuerzo, cuando debía cavar las fosas. Existían rachas, como si fuera una epidemia de muerte, inclusive en una misma familia. Un día enterraban al hijo, a la semana volvían por la madre. El dolor ajeno le era indiferente. Los veía llorar, abrazarse, gritar, también pelearse, a veces por la angustia del momento, otras por los bienes personales. No era necesario que fueran grandes herencias, aun un viejo reloj podía atraer la codicia de los familiares.
La gente se iba y él se quedaba con los muertos. Cuidaba de sus tumbas, arreglaba las flores y los recuerdos que les dejaban. Algunos nunca eran visitados. La mayoría tenía un régimen de visitas de una vez al año. Las madres que habían perdido a un hijo se convertían en habitués. Al principio venían todos los días, pero lentamente iban distanciando su presencia. Las primeras veces eran inconsolables o se tragaban todo su dolor que se expresaba en sus manos contraídas. Con el pasar de los años, quizás lograban una paz madura y se las veía reclinadas arreglando las flores, limpiando el mármol, cambiando las fotos... daban la impresión de que estaban arropando a su niño antes de acostarse. La placa más expresiva decía: "Cada día te extraño más y más" (estaba fechada diez años después del deceso). Una vez una de esas madres, cuyo hijo se había ahogado en el río, se le acercó cuando se iba y le dijo: "Cuídemelo. No deje que llore de noche". También estaba el sector antiguo, donde había muchas tumbas a causa de la fiebre amarilla que había asolado a principios del siglo pasado. En un sector especial estaban los hijos de la Patria. Todos jóvenes que habían compartido un mismo destino. Algunos de época remota que habían luchado por la independencia, otros más cercanos que habían peleado por mantenerla.
Tenía un calendario con las fechas de los distintos decesos. Cuando llegaba, se fijaba quién cumplía aniversario y dejaba sus tumbas impecables. Verificaba que tuvieran floreros de metal y tacho para buscar agua. A la mañana se dedicaba a las tumbas y a la tarde, al mantenimiento general. Quería que sus muertos estuvieran satisfechos de su última morada; de esa forma, buscaba que no se ofendieran. También era una manera de relacionarse con otros que no hacían preguntas y lo mantenían con la cabeza ocupada. Leía sus epitafios; mientras limpiaba, recreaba sus historias y hasta les hablaba. Todos habían sido buenos, queridos, recordados. Sin embargo, había sepulturas que sólo tenían el nombre con el apellido y las respectivas fechas. Según su estado de ánimo, unos días le generaban compasión, porque habían quedado solos en el mundo; otros días pensaba que por algo estaban vacías, entonces les reprochaba sus sentimientos egoístas, sus conductas arteras, sus vidas mediocres.
Sus días se sucedían siempre de la misma forma. Era una rutina constante, donde no había un acontecimiento que los diferenciara. La única diferencia con sus clientes era que él estaba vivo. Su vida transcurría en una plena inexistencia.
Sin embargo, sus noches se poblaban de recuerdos. Después de bañarse pasaba a buscar la comida que le preparaba la dueña de la pensión. Comía encerrado en su habitación. Se sentaba en una vieja silla que a duras penas lo sostenía, con el plato sobre sus rodillas. Una botella de buen vino lo acompañaba apoyada sobre el piso.
Los minutos pasaban y el silencio se mantenía. El único ruido que irrumpía era el chasquido del vino, cuando caía dentro del vaso. La botella vacía quedaba junto a la silla. Con la cabeza burbujeante se acostaba en la cama sin correr la sábana que solamente cubría el colchón apolillado.
Durante horas hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Su mente fluía sola y los recuerdos comenzaban a invadirlo. Si bien trataba de fijar su mente en algo cercano y actual, como el mosquito que había quedado atrapado en la tela de araña que colgaba del resquicio de la pared, su pasado aparecía y reaparecía y persistía dentro suyo. Las imágenes se proyectaban en un orden incoherente que él trataba de no focalizar; siempre eran de su hija. Sus ojos abiertos con la mirada fija paralizada en una mueca de sorpresa. Su cuerpo al pie de la escalera, despatarrado. Los gritos de su mujer que le herían los oídos; a veces eran tan fuertes que todavía hacían que se los tapara con fuerza. Esas horas nocturnas eran una tortura. Sus músculos se tensaban, hasta su corazón se contraía y su sangre casi detenía su curso. Su respiración se hacía leve y era como si todo su cuerpo se paralizara por la invasión de imágenes. Los recuerdos eran estímulos que disparaban una intensa sensación de dolor que lo recorrían y lo convertían a él en una herida aforma.
Cuando por fin su ser físico, cansado, se sumergía en el sueño, los recuerdos se iban y aparecían las pesadillas. Se veía a sí mismo durmiendo plácidamente en su cama. De pronto la habitación se impregnaba de voces. Primero, eran murmullos que poco a poco aumentaban su volumen para terminar como altoparlantes: Tu hija está muerta. Sin abrir los ojos, se hacía un ovillo con la cara para el lado de la pared, mientras sentía sus lágrimas que goteaban sobre su brazo. Sin aviso, volvía el silencio y se veía corriendo por un bosque de noche. Sabía que algo lo perseguía. En un momento las ramas se transformaban en brazos que intentaban agarrarlo. Lo invadía el terror y las raíces de un árbol terminaban por asirlo de los pies. Mientras era devorado por la tierra, la desesperación permitía que saliera del sueño. Se despertaba todo sudoroso, con la respiración entrecortada y sus pulsaciones eran tan frenéticas que podía escuchar el bombeo de su corazón. Pasaba mucho tiempo hasta que su ritmo cardíaco volvía a la normalidad y quedaba extenuado sobre las sábanas húmedas.