Fantasma del pasado

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Esa mañana se levantó como de costumbre, aunque era su día libre. Después de darse una ducha, preparó su mate y se fue al cordón de la vereda a respirar el aire matinal.

De la vereda de enfrente, se abrió una puerta y salió Yanina para ir a comprar a la panadería. Cuando volvía, se acercó a Serperio.

-Hola -le dijo con tranquilidad.

-Hola -le contestó él girando la cabeza.

-Yo soy Yanina. ¿Cómo se llama?

-Serperio.

-Ah -dijo sin darle mucha importancia-. ¿Y qué está haciendo?

-Estoy tomando mate -respondió mostrándole la pava y el mate.

-Yo voy a tomar la leche. ¿Qué hace ahí?

-Me gusta sentarme acá y escuchar a los pajaritos -trató de explicarle.

-¿Su familia dónde está? -siguió preguntando.

-No tengo familia -respondió desviando la mirada.

-¿No tiene mamá? -inquirió con cierta duda.

-Se fue con Jesús -no sabía qué decirle.

-¿A dónde se fue? -sin entender.

-Al cielo.

-Después la va a ver.

-Sí, en algún momento la voy a ver -musitó, mientras sus ojos se humedecían.

-Mi mamá me mandó a comprar facturas. A mí me gustan las de dulce de leche.

-Ajá, son ricas -mientras llenaba el mate.

-Mi mamá también toma mate y come facturas. Tome -le tendió una media luna que sacó de la bolsa de plástico que llevaba.

-Gracias.

Antes de terminar el mate, la nena ya estaba cruzando la calle. Al llegar a la puerta de su casa, se dio vuelta, le sonrió y lo saludó con la mano: -Chau -le gritó y entró.

La conversación con Yanina lo dejó gratamente pensativo. Tomó conciencia de que él era Serperio, un hombre solo, que trabajaba de sepulturero. Pensó que esa noche, por fin, iba a ser distinta. La charla de esa mañana había disipado sus pesadillas del pasado. Las palabras de la nena le habían hecho recuperar la imagen inocente de su hija. Se había quedado sentado bajo la sombra del árbol tomando mate y su mente comenzó a llenarse de recuerdos lindos. De la primera vez que la tuvo en brazos; un ser pequeño adormecido entre sus manos trabajadas por el esfuerzo y el sol. Se acordó de una vez que en su cumpleaños lo despertó con un regalo hecho por ella. Había escuchado los diminutos pasos que corrían sobre la madera del pasillo y, al abrir los ojos, se encontró con un cenicero construido con palitos de árboles. Esbozó una sonrisa al recordar sus primeras zambullidas en el lago.

Su hija había sido su sol y su luna. Fue ella quien le enseñó a ver el mundo más brillante y a comprender que la felicidad estaba compuesta de rutinas familiares. De repente un dios vengativo y rencoroso se la había llevado. Su esposa no pudo sobreponerse a la pérdida y lo abandonó. Y él... ya no se sentía digno de seguir viviendo, entonces se embarcó en una existencia nómade hasta que, después de muchos años, se instaló en este pueblo. Y hoy se daba cuenta de que el pasado no debía paralizarlo, no tenía poder sobre él y que era su obligación elaborar su presente con lo que tenía y hacer que su futuro no fuera una rutina automática de actos.

Esa noche, después de comer, salió a caminar. No sentía sus piernas pesadas, podía moverlas con agilidad: había recobrado su antigua vitalidad.

Regresó a su habitación horas después y se acostó en seguida. Se durmió plácidamente en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Su conciencia se deslizó en las profundidades del sueño. No tuvo pesadillas.

A la madrugada se despertó a causa de ciertas necesidades fisiológicas. Estaba tan bien en esa posición que no quería levantarse. Durante ese momento de indecisión sintió una presencia. Algo se movía cerca de la puerta.

-Padre -dijo una voz conocida.

La emoción comenzó a embargarlo y no sabía qué hacer.

-Mi niña, ¿sos vos?

Se incorporó en la cama y prendió la lámpara que tenía a un costado. Lo que vio lo perturbó, sus ojos se congelaron en una mueca, su corazón se aceleró. Enfrente suyo, su hija corrompida por el tiempo con una mortaja blanca. Podía oler el olor nauseabundo que expedía.

-Papá, ¿me tenés miedo? Vos me convertiste en esto.

El hombre se arrinconaba en la esquina moviendo la cabeza levemente de un lado a otro.

-No lo niegues.

-Fue un accidente -gritó el hombre.

Esta vez fue ella quien movió la cabeza negando.

-Bajaba la escalera detrás de ti. Resbalaste y tu cabeza golpeó contra la punta de un mueble.

-¿Esa historia te inventaste? Para aquellos que no te conocen suena creíble. El pobre padre que ve morir a su pequeña hija. ¡Qué tierno!

-No, no... yo te quería.

-Me querías ver muerta. ¿Por qué no recordás los hechos como realmente pasaron?

El hombre cerró los ojos y musitaba:

-Padre nuestro que estás en los cielos elimina este demonio que me acosa.

-¿Crees que soy un demonio? -una mano pegajosa lo agarró de la muñeca. Sintió un fuego que le quemaba la piel y se zafó.

-¿Quién es el monstruo? Aquel que cuando me tuvo por primera vez en sus brazos me dejó caer e hizo que se me dislocara una pierna. Aquel que en su cumpleaños estrelló el cenicero contra la pared, porque lo había despertado y, por si fuera poco, como lloraba me arrastró de los pelos para fajarme con el rebenque. Aquel que en una salida familiar al lago me llevó hasta tal lugar que sólo hacia pie dando continuos saltos y que, ante mi débil queja de que me ahogaba, su respuesta fue: Esto es ahogarse y me metió la cabeza bajo el agua. ¡Cómo cambian los hechos según quien los cuente!

El hombre seguía con los ojos cerrados.

-No existís. Estás muerta.

-¿Y por qué estoy muerta?

Las imágenes que lo acosaban comenzaron a colocarse en orden. Estaban solos en la parte de arriba de la casa. Él estaba sentado en el borde de la cama, le había dado la orden de que le besara su miembro viril, que él llamaba muñeco y ella, que llevaba oculto el rebenque, lo golpeó. Cuando estaba llegando a la escalera, un golpe seco sacudió la cabeza de la nena y su cuerpo inerte cayó escaleras abajo. Se quedó petrificado; en el vano de la puerta estaba su mujer que había dejado caer las bolsas de las compras y gritaba.

SerperioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora