»1

45 20 34
                                    

Aceleré mis pasos cada vez más al oír sus voces a lo lejos, como fantasmas. Me cubrí con el abrigo aferrándome con fuerza a las mangas. La luz había desaparecido mientras cerraba la peluquería y como no tenía coche debía volver andando hasta mi piso.

Entre edificio y edificio había unos callejones de tres metros de ancho en los que no entraba la iluminación de las calles. De noche, ahí aumentaba cualquier peligro. Cuando pasé frente al segundo hueco las risas se intensificaron a la vez que las pulsaciones de mi corazón. Rezaba y suplicaba porque no me reconociesen sabiendo de sobra que la suerte no estaba de mi lado.

— ¡Negrita bonita! ¡Ven aquí y comprobemos si es verdad lo que dicen de las negras y las pollas!— Estallaron en carcajadas, crueles y viles. Apreté los ojos con fuerza.

Solo quedaban unos metros hasta mi portal. Llegué sin más interrupciones y suspiré aliviada. Al parecer en ese momento no tenían ganas de perseguirme.

Con las manos temblando abrí la cerradura y subí a saltos las escaleras para meterme cuanto antes en la seguridad de mi pequeño apartamento.

Era una rutina el enfrentarme a los comentarios subidos de tono de un grupito de universitarios borrachos. Quería creer que ya no me dolían, pero sentí las mejillas húmedas al pasar por ellas las palmas. No les guardaba rencor, en el fondo esperaba que algún día abriesen los ojos y se diesen cuenta de que yo era como ellos, ni mejor ni peor. Solo una persona normal no una inmigrante sucia y repulsiva, como solían describirme.

Agotada, por la intensa jornada en el trabajo y la pequeña carrera el la calle, abrí el grifo de la ducha dejando caer el agua sobre mi cuerpo esbelto.
Tras refrescarme me senté en el sofá con una manta con una taza humeante de té. Las ventajas de vivir en un alto eran las escasas vistas a las copas de los árboles a unos pocos kilómetros. Era relajante ver como se balanceaban y a menudo me quedaba dormida allí, sin llegar a la cama. Los párpados comenzaron a pesarme y suavemente dejé la taza, pegándome contra el respaldo antes de caer en un profundo sueño.

Horas después el sol calentó mi cara hasta que fui desperezándome lentamente. No pasaban de las siete de la mañana pero mi turno los martes comenzaba en media hora. Me vestí con el uniforme, recogiendo mi cabello liso y oscuro detrás de mis orejas. Tomé mi café para comenzar otra jornada en la peluquería.

Cerré con llave la puerta al salir y con las prisas choqué repentinamente contra algo duro, callendo al suelo de espaldas.

— Mira por donde vas, inútil.— Me paralicé, quise dejar de existir y respirar cuando la furiosa voz del vecino invadió mis oídos. Gabriel era un hombre imponente que rondaba los veintisiete. Su cabello castaño claro y sus ojos mieles junto a su piel pálida eran objeto de muchas miradas femeninas y algunas masculinas. Levantándome como un rayo me apresuré a pedir disculpas.— Lo lamento, no...no miraba por donde iba. Perdona.

Miré al suelo sin tan siquiera verificar su reacción.

— Voy tarde por tu culpa, imbécil.— Gruñó antes de marcharse a grandes zancadas dejándome plantada. Tratándome las palabras y el orgullo seguí mi camino.

A diferencia de Gabriel, que seguramente no llegó tarde, yo si lo hice. Con efecto inmediato el jefe me llamó a su despacho y sentí que el día no podía ir a peor. Recibiría otra represalia. Puede que fuese por los minutos de retraso, pero podría ser por otras muchas cosas. Clientes insatisfechos, desaparición de materiales, defectos en algo, cosas sin solucionar. Para lo único que no me llamaba nunca era para aumentar mi sueldo.

Bajé la cabeza cuando sus gritos acarrearon contra mi. Luego de un rato se calmó pero dijo que me descontaría de la paga el dinero que perdiese. Todo estaba siendo muy humillante, sin embargo había pasado por cosas peores así que afronté lo mejor que pude la bola de infortunios.

Pasé el día ocupándome de casi todos los clientes. Mis tres compañeras habían desaparecido y no fue hasta después cuando supe que les habían dado el día libre.

Volví a casa con los pies hechos polvo y la moral rozando el pavimento. Antes de arrastrar mi esqueleto por completo a mi hogar vi de reojo a Gabriel observándome desde el hueco de las escaleras, serio y con el ceño fruncido . Lo ignoré y abandoné el pasillo lo más rápido posible para evitar más degradaciones por su parte.

Y esa era más o menos mi rutina diaria, semanal, mensual y anual. Despertar, humillación, trabajar, humillación, pasear, humillación.

Una vida un tanto redonda pero las había peores, sería egoísta dramatizar mi situación. Tenía un empleo, una casa, comida. No necesitaba nada más para vivir.

»

DiscriminationDonde viven las historias. Descúbrelo ahora