Azrael

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Se mordió la lengua sin darse cuenta, mientras devoraba con ansias sus patatas fritas favoritas. El sabor de la sangre le sorprendió en la boca como una explosión de un gustillo inigualable. Dejó de tener frío, por un momento se concentró en la gota que se dibujaba roja, de un profundo rojo casi carmín entre sus dientes más amarillos que blancos impolutos. Se vio fascinado por la idea del jugueteo de la gota de sangre en su lengua, recorriendo cada una de sus papilas gustativas con caricias profundas a veces y ligeras otras. La experiencia le estaba resultando extrañamente excitante. Sentado en la butaca vieja que encontró en un mercadillo hacía demasiados años, se quedó vislumbrando lo que debía ser el hambre de la eternidad, cuando los hombres se engullían los unos a los otros sin saber qué era ser masa sino seres individuales. Cuando el hombre aún no había perdido su natural esencia de más de oveja negra.

En el instante que la gota de sangre bajaba por su garganta atisbó que no era una oveja negra más, supo que acababa de comprender el sentido de la vida. Carlos comenzó a pensar en la posibilidad, en una posibilidad extraña que navegaba por su siempre retorcida cabeza como si se tratara de la idea del mundo. Carlos había descubierto la hostia real, la consagración real del hombre. Cogió un cuchillo y abrió en su mano una nueva herida, dejó la sangre gotear sobre su frente metamorfoseándose, renaciendo en su bautismo. Carlos había muerto, el mundo le daba la bienvenida a Azrael.

Carlos era rubio, Azrael de pelo rojo profundo como su amor, Carlos tenía unos hermosos ojos verde agua, Azrael decidió que debían ser negros, Carlos siempre había gozado de una gran hermosura en rostro y cuerpo, Azrael optó por una cara marcada por los arañazos de la primera y por un cuerpo que poco a poco se fue transformando en un ente enjuto, escueto, pura piel pegada a los huesos.

Carlos acabó difuminándose, más rápido que despacio, y no quedó absolutamente nada de él. Solamente lo que la legalidad y el Estado obligan a tener. La novia de Carlos desapareció. Fue la primera en comprobar que Azrael exactamente no era Carlos, y que éste había muerto. Suyos fueron los arañazos en la cara de Azrael. Ella dormía, incluso pensaba que dormía con Carlos, pero las uñas afiladas de Azrael empezaron a marcarle todo el cuerpo, desde los tobillos hasta la cintura. Un extraño ardor la despertó, y se descubrió marcada, vejada, atacada. Miró a los ojos de Carlos, ahora negros, profundos, y vio que ya no era él. Azrael intentó arrancarle un trozo de oreja, y fue entonces cuando le hizo la primera marca. Azrael sonrió con felicidad, se lamió la sangre de las heridas y le dio las gracias por la belleza absoluta que había otorgado a su nuevo rostro. Los amigos paulatinamente se fueron desgranando, uno a uno de la vida de Azrael. Lentamente como la erosión va dando forma las montañas, Carlos murió también para sus amigos. Finalmente quedaba su familia que empezó a no sentir suya, no se reconoció, y antes del rechazo, vio en los ojos de su madre que jamás lo entenderían. Azrael decidió formar su propia familia con lazos más fuertes, los lazos del bautismo de sangre.

Comenzó a dormir de día y vivir de noche, con la extraña manía sus ojos se fueron acostumbrando a la realidad nocturna. Se fue transmutando en una alimaña de la noche, solitaria, oscura, eléctrica y escalofriante. Comenzó a estudiar todas las historias de sangre de los libros antiguos; deidades de bellos nombres, mujeres tachadas de maldad llenaron sus horas y su tiempo. La sangre lo era todo, vida, muerte, pasión, nacer, crecer, respirar... la sangre lo daba todo y lo quitaba todo.

Primero fueron los insectos, desde pequeño había tenido la extraña fijación con las minúsculas criaturas, pero Azrael no era Carlos. Azrael fue a dar el paso que rondaba hace tiempo por la mente de Carlos. A Carlos, la ética del quid pro quo, del karma, o quizás su educación judeocristiana le habían cortado las alas para algo que siempre le había seducido... matar insectos. Pero Azrael no tenía conciencia, no entendía ni el quid pro quo, ni el karma ni sentía su educación judeocristiana como patente en su actuar. Primero fueron los insectos los que le hicieron probar el sabor de la sangre, la muerte, las vísceras. Primero fueron los insectos y Azrael disfrutó con cada cuerpo mutilado, aplastado, diezmado, finiquitado. Las microvidas que quitaba le aportaban crueldad, oscuridad, todo lo que la sangre deseaba en él. Primero fueron los insectos, y estos no fueron suficientes. Azrael sintió que aplastarles no era suficiente, necesitaba sentir la vida dentro de él, la sangre, la muerte, el todo unificado. Comenzó a sentir las micromuertes en sus labios. Delicada y suavemente dejaba que entraran en él. Tras la última araña ingerida, tuvo una visión de su patetismo. La sangre ¡oh! poderosa diosa no podía basarse en lo nimio de las micro vidas. Estaba haciéndolo mal, lo sabía, algo debía cambiar.

Azrael y otros escalofríosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora