SIGUEN LAS ANOTACIONES DE HARRY HALLER

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Sólo para locos


Cuando hube terminado de leer, se me ocurrió que algunas semanas antes había escrito una noche una poesía un tanto singular que también trataba del lobo estepario. Estuve buscándola en el torbellino de mi revuelta mesa de escritorio, la encontré y leí:

Yo voy, lobo estepario, trotando por el mundo de nieve cubierto; del abedul sale un cuervo volando,

y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Me enamora una corza ligera,

en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso; con mis dientes y zarpas de fiera

destrozara su cuerpo sabroso.

Y volviera mi afán a mi amada,

en sus muslos mordiendo la carne blanquísima

y saciando mi sed en su sangre por mí derramada, para aullar luego solo en la noche tristísima.

Una liebre bastara también a mi anhelo;

dulce sabe su carne en la noche callada y oscura. ¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo de la vida la parte más noble y más pura?

Vetas grises adquiere mi rabo peludo;

voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres; hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo y que troto y que sueno con corzas y liebres

que mi triste destino me ahuyenta y espanta. Oigo al aire soplar en la noche de invierno, hundo en nieve mi ardiente garganta,

y así voy llevando mi mísera alma al infierno.

Allí tenía yo, pues, dos retratos míos en la mano; el uno, un autorretrato en malos versos, triste y receloso como mi propia persona; el otro, frío y trazado con apariencia de alta objetividad por persona extraña, visto desde fuera y desde lo alto, escrito por uno que sabía más y al propio tiempo también menos que yo mismo. Y estos dos retratos juntos, mi poesía melancólica y vacilante y el inteligente estudio de mano desconocida, los dos me hacían daño, los dos tenían razón, ambos dibujaban con sinceridad mi existencia sin consuelo, ambos mostraban claramente lo insoportable e insostenible de mi estado. Este lobo estepario debía morir, debía poner fin con propia mano a su odiosa existencia, o debía, fundido en el fuego mortal de una nueva autoinspección, transformarse, arrancarse la careta y sufrir otra vez una autoencarnación. ¡Ay! Este proceso no me era raro y desconocido; lo sabía, lo había vivido ya varias veces, siempre en épocas de extrema desesperación. Cada vez en este trance que me desgarraba terriblemente las entrañas, había saltado roto en pedazos mi yo de cada época, siempre lo habían sacudido violentamente y lo habían destrozado potencias del abismo, cada vez me había hecho traición un trozo favorito y especialmente amado de mi vida y lo había perdido para siempre. En una ocasión hube de perder mi buen nombre burgués juntamente con mi fortuna y aprender a renunciar a la consideración de aquellos que hasta entonces se habían quitado el sombrero delante de mí. Otra vez, de la noche a la mañana, se vino abajo mi vida familiar: mi mujer, atacada de locura, me había arrojado de mi casa y de mis comodidades; el amor y la confianza se habían trocado repentinamente en odio y guerra a muerte; llenos de compasión y de desprecio me miraban los vecinos. Entonces empezó mi aislamiento. Y más tarde, al cabo de los años, años amargos y difíciles, después de haberme construido, en severa soledad y penosa disciplina de mí mismo, una nueva vida ascético- espiritual y un nuevo ideal y de haber logrado cierta tranquilidad y alteza en el vivir, entregado a ejercicios intelectuales y a una meditación ordenada con severidad, se me vino abajo también nuevamente esta forma de vida, perdiendo en un momento su elevado y noble sentido; de nuevo me lanzó por el mundo en fieros y fatigosos viajes, se me amontonaban nuevos sufrimientos y nueva culpa. Y cada vez, al arrancarme una careta, al derrumbamiento de un ideal, precedía este horrible vacío y quietud, este mortal acorralamiento, aislamiento y carencia de relaciones, este triste y sombrío infierno de la falta de afectos y de desesperanza, como también ahora tenía que volver a soportar.

El Lobo EsteparioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora