SIGUEN LAS ANOTACIONES DE HARRY HALLER 3

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Luego llegó María, y después de una comida alegre me fui con ella a nuestro cuartito. Estuvo en esa noche más hermosa, más ardiente y más íntima que nunca, y me dio a gustar delicadezas y juegos que consideré como el límite del placer humano.

-María -dije-, eres pródiga hoy como una diosa. No nos mates por completo a los dos, que mañana es el baile de máscaras. ¿Qué clase de pareja va a ser la tuya en la fiesta? Temo, mi querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y te rapte y no vuelvas ya nunca a mi lado. Hoy me quieres casi como se quieren los buenos amantes en el momento de la despedida, en la vez postrera.

Ella oprimió los labios fuertemente a mi oído y susurró:

-¡Calla, Harry! Cada vez puede ser la última. Cuando Armanda te haga suyo, no volverás más a mi lado. Quizá sea mañana ya.

Nunca percibí el sentimiento característico de aquellos días, aquel doble estado de ánimo deliciosamente agridulce, de un modo más violento que en aquella noche víspera del baile. Lo que sentía era felicidad: la belleza y el abandono de María, el gozar, el palpar, el respirar cien delicadas y amables sensualidades, que yo había conocido tan tarde, como hombre ya de cierta edad, el chapoteo en una suave y ondulante ola de placer. Y, sin embargo, esto no era más que la cáscara; por dentro estaba todo lleno de significación, de tensión y de fatalidad, y en tanto yo estaba ocupado amable y delicadamente con las dulces y emotivas pequeñeces del amor, nadando al parecer en tibia ventura, me daba cuenta dentro del corazón de cómo mi destino se afanaba atropelladamente hacia adelante, corriendo impetuoso como un corcel bravío, cara al abismo, cara al precipicio, lleno de angustia, lleno de anhelos, entregado con complacencia a la muerte. Así como todavía hace poco me defendía con temor y espanto de la alegre frivolidad del amor exclusivamente sensual, y lo mismo que había sentido pánico ante la belleza riente y dispuesta a entregarse de María, así sentía yo ahora también miedo a la muerte, pero un miedo consciente de que ya pronto habría de convertirse en total entrega y redención.

Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente una vez más en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo había conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida, ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora, Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

Por alusiones de la muchacha deduje que para el baile del día siguiente, o a continuación de él, estaban planeados voluptuosidades y goces especialísimos. Quizá esto fuera el fin, quizá tuviese razón María con su presentimiento, y nosotros estábamos acostados aquella noche juntos por última vez. ¿Acaso empezaba mañana la nueva senda del destino? Yo estaba lleno de anhelos ardientes, lleno de angustia sofocante, y me agarré fuertemente y con fiereza a María, recorrí una vez más, ávido y ebrio, todos los senderos y malezas de su jardín, me cebé una vez más en la dulce fruta del árbol del paraíso.

Recuperé al día siguiente el sueño perdido aquella noche. Por la mañana tomé un coche y fui a darme un baño; luego a casa, muerto de cansancio; puse a oscuras mi alcoba; al desnudarme encontré en el bolsillo mi poesía, la olvidé otra vez, me acosté inmediatamente, olvidé a María, a Armanda y al baile de máscaras, y dormí durante todo el día. Cuando a la tarde me levanté, hasta que no estaba afeitándome no me volví a acordar de que una hora después empezaba ya la fiesta y yo tenía que sacar una camisa para el frac. De buen humor acabé de arreglarme y salí, para ir primeramente a comer en cualquier lado.

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⏰ Última actualización: Jun 02, 2017 ⏰

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