Lo que quedó de la humanidad

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Todo comenzó en el año 2017. Era una tarde muy tranquila y calurosa de junio, la escuela había terminado, así que por fin podíamos ser libres para hacer lo que quisiéramos. A mí me gustaba salir a caminar, aunque el sol me quemara la piel. Ese día no fue la excepción, salí a dar la vuelta por la colonia. Nunca tuve muchos amigos, así que, por lo regular, solo estábamos mi perro Paco y yo, Lucas. Como iba diciendo, salí a caminar, con Paco siguiendo mis pasos, como siempre... pero algo no andaba bien.

Conocía la colonia perfectamente, sabía a qué hora salían mis vecinos, a qué hora los niños jugaban en las calles... pero ese día todo estaba al revés. Los autos de los vecinos, que deberían estar en el trabajo, estaban estacionados en sus casas. No había niños afuera. Esa debió haber sido mi primera señal, sin embargo, seguí con mi recorrido.

El sol comenzaba a crear gotas enormes y pesadas de sudor en mi frente, que caían como torrentes por mi rostro. Paco también debía estar sintiendo el calor, pues estaba jadeando como loco. Me acerqué a la casa del señor Morales, un amigo de mi padre que siempre me permitía darle agua a mi amigo de su grifo. Abrí la llave y Paco comenzó a beber. La casa estaba sospechosamente silenciosa. Normalmente, a esta hora del día el señor Morales estaba trabajando, su esposa se quedaba en casa limpiando o haciendo cosas de madres, y sus hijos andaban por las calles jugando con los demás niños. Nada de eso, en cambio, ese silencio alarmante respondía a mi curiosidad. Cuando Paco terminó de beber, cerré la llave, pero antes de que pudiera salir del jardín, la puerta del señor Morales se abrió, me giré y lo vi parado en la puerta, parecía asustado.

—¿Lucas? —me dijo— ¿Qué haces aquí? Deberías estar en casa.

—Estoy paseando a Paco, como siempre —le respondí.

—Ve a casa y, por favor, no salgas.

La forma en la que dijo no salgas me dio escalofríos. Decidí hacerle caso y regresé mi camino hasta llegar a casa. Mi madre estaba afuera, supongo que había estado buscándome, pues cuando me vio, corrió a abrazarme. Entré con ella en casa, con Paco detrás de nosotros. La televisión estaba encendida, pero papá la apagó en cuanto entré.

—Ve a tu cuarto —dijo, sin explicar nada más.

¿Qué estaba pasando? Algo andaba muy, muy mal. Sin que ellos lo notaran salí de mi cuarto, mi padre había encendido la televisión, así que me quedé quieto, intentando descubrir lo que ocurría. Me quedé boquiabierto. En el noticiero aparecían unas imágenes horrendas: hombres comiéndose a otros hombres. Pero eso no era todo, algunos soldados aparecieron en la escena y dispararon a los que estaban sobre las víctimas, que se quedaron en el suelo, sin vida. De pronto, estas mismas víctimas abrieron los ojos, se levantaron, y atacaron a otras personas.

–¿Qué estás haciendo? –me preguntó mi padre, enojado– Te dije que te fueras a tu habitación.

No le respondí. No sabía qué decir, no sabía que pensar. Ahora entiendo que ese fue el momento en el que se acabó mi niñez, el día en el que vi lo que no tenía que haber visto. El presentador del noticiero recomendó a todos los ciudadanos no salir de sus casas. Los disturbios se habían dado justo en el centro, había muchas personas que potencialmente se convertirían en esos... monstruos. Yo, que en ese entonces tenía 12 años, lo sabía; mi padre también lo sabía. Era cuestión de tiempo para que nos alcanzara, así que tomó una decisión.

–Empaquen todo –dijo–, salimos en quince minutos.

¿Estás loco? –le contestó mi madre– Dijeron que no saliéramos.

–¿Quieres quedarte aquí y esperar a que esas cosas lleguen por nosotros?

Un silencio funcionó como respuesta. Inmediatamente mis padres comenzaron a empacar. Hicieron una maleta para cada uno, y una maleta grande con comida, agua y otras cosas que podrían ser necesarias. Unos minutos después estábamos saliendo en nuestro auto. Mis padres en los asientos delanteros, Paco y yo en el trasero. Las calles estaban desiertas. Se escuchaba algún disparo ocasional a la distancia.

No sé cuánto tiempo estuvimos en la carretera. Paramos para llenar el tanque de gasolina algunas veces, pero nunca nos quedábamos en ningún lugar. Mi padre no encendía nunca el radio, ahora supongo que era para que yo no me preocupara. Lo único que sabía de la situación, era cuando mi papá platicaba con otras personas, cuando hacíamos alguna parada. Me enteré que habían tomado una gran parte de la ciudad. Tenían una fuerza sobrehumana, aunque eran algo lentos. Morían de un disparo en la cabeza, nada más, nada menos.

Nunca había visto uno de esos monstruos en persona. Hasta ese horrible día. Me desperté de sobresalto; como siempre, estábamos en el auto... pero algo estaba muy raro. Mi padre detuvo el auto, su mirada fija al frente. Ni él ni mi madre hablaban. Posé mi mirada al horizonte, y al instante vi lo que había sorprendido a mis padres: un grupo de unos cien monstruos venían hacia nosotros.

–Tenemos que salir del camino –dijo mi padre, y al momento piso el acelerador, giró el volante, y salimos por una carretera secundaria.

Supongo que Paco sentía el peligro, pues ladraba como nunca antes había ladrado. Tenía miedo, todos lo teníamos. El auto iba muy rápido. Mi padre vio muy tarde al hombre que se arrastraba por el camino. Giró de lleno el volante, y salimos despedimos hacia la izquierda. No sentí el golpe al momento. El auto se había estrellado contra un árbol. Mi padre estaba inconsciente. Mi madre le gritaba, intentando despertarlo. Ella tenía sangre corriendo por su rostro, sus pies estaban atascados en el auto.

–¡Sal de aquí! –me gritó– ¡Huye!

–¡No quiero dejarlos! –le respondí.

–¡Es una orden! ¡Vete de aquí!

Con lágrimas en los ojos, salí del auto, conPaco detrás de mí. Corrí... corrí sin mirar atrás, tenía miedo de lo que vería silo hacía. Aprendí a sobrevivir, a buscar comida, a alejarme de las carreteras ylas ciudades grandes. Han pasado cinco años desde que el mundo acabó. Y ahoraesto, pequeños grupos de personas que huyen en todo momento, es lo que quedó dela humanidad.

CuentarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora