Y era un rufián. Pasé por esas calles, calles donde el miedo era consumido y las cortinas, cerradas y los vecinos, escondidos, aterrorizados. Maldecía al maestro Müller por haberme retrasado y por ende, haber perdido el tren que me llevaría a casa, donde las vecinas ríen, y preparan pasteles, dejándolos en las ventanas. Estoy desesperada por cruzar el callejón de mala muerte, estoy jodidamente desesperada y no lo oculto, mis cabellos se pegan a la cara, sudo como un puñetero cerdo. A lo lejos observo una figura alta, apoyada sobre un poste de luz dañada, el tan sólo hecho de verla me aterra y decido pasar de ella, no hay otro camino en este pueblo de mierda. Me doy fuerzas pegada a la pared blanca detrás mío, como si un pedazo de cemento me fuese a ayudar a esquivar a esa figura gigantesca. Estoy más que segura que el tío allí parado con un cigarro en la mano derecha me soltará una ofensa o que aún peor, me fuese a tocar, pero no, me observa, me sigue con la mirada y no puedo evitar ponerme colorada ante los ojos de esta persona desconocida. ¿Qué te pasa, Zure? Paso por su lado con postura firme y con las manos goteando de su sudor. Me resigno a verle a la cara y el mundo y todo lo relacionado pierde sentido, todo lo que conlleva racionalidad ya no es existencial bajo esos ojos grises.
-Zure. -pronuncia mi nombre, saboreando cada palabra como si un dulce se tratara.
Volteo abruptamente ante su voz, tan calmada y suave que produce en mí, un embriagamiento auditivo, pero mantengo los ojos en los suyos, demuestra audacia, no los aparta ni pronuncia otra palabra para hacerme caer deleitada, pero concluyo muy rápido, porque continúa y siento mis piernas débiles.
-Tarde soleada, tarde, sólo tarde, tarde sin ti y tarde repleta de mí, tarde de mí sin ti.
Y sólo esas palabras bastaron para recordarlo, era él, el rufián, mi rufián. Un poema aprendido, una sonrisa, un volteo de piernas y un camino interminable hasta sus brazos. Ojos color avellana, amor mío, tarde de ti.