Prólogo

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Después de los entrenamientos de seis horas habituales en el clan para los hombres de catorce a diecisiete años, Finn decidió pasarse por el edificio de Beth. Beth vivía con su familia en una urbanización llamada Tears of Blood, que hacía referencia a los alienígenas, que antes de morir lloraban sangre. Las construcciones eran finas y alargadas, con grandes ventanales todos de vidrio, sin cristaleras o cualquier otro tipo de decoración, lo cual daba un aire muy frívolo y técnico. Por suerte, la casa tenía vegetación, que ayudaba a que el entorno fuera más familiar.

Piii. Piii.

Beth bajó corriendo las escaleras mientras Finn la esperaba con una sonrisa. La chica tenía el pelo largo, algo ondulado, como si se tratara de las olas del mar. Era de color negro, un negro muy bonito y brillante. Su frente era algo grande, pero no tanto como para llevar flequillo. Sus ojos eran del color de las esmeraldas, mientras que sus labios eran de un rosa muy clarito. Los dos no se parecían demasiado: la piel de Finn parecía bronceada, mientras que la de Beth emulaba el mármol. Además, él tenía los ojos y el pelo marrones.

–¡Qué puntual, señorito Lenmark! –bromeó–. Esperaba que llegaras más tarde, por eso de que dentro de un mes cumplías dieciocho y los del clan te iban a hacer una fiesta.

–De hecho vengo de ella. Pero he pensado que también podría celebrarlo contigo –dijo él–. ¿Qué me dices si te llevo de excursión?

Esta sería su noche. Tenía que serlo. El chico creía estar preparado para declararse. Todo iría bien y sería perfecto.

–Pues que espero que no haya que correr demasiado.

–Eres una vaga.

–Pero si soy encantadora… –rio ella.

Beth se sentía bien al lado de Finn. Su amistad era muy fuerte e inquebrantable. Podían ser ellos mismos el uno con el otro, podían dejar de lado las preocupaciones del día a día, podían pensar en cosas que no fueran luchar en el caso de él y curar en el caso de ella.

La noche calló con frágil rapidez, pero para entonces ellos ya llevaban de acampada un buen rato. Era una cueva muy acogedora. El lugar recordó a la joven su infancia, donde hacía años jugueteaba entre piedras y polvo, cuando eran sus padres y no ellos los encargados de defender la ciudad.

–¿Sabes, Finn? Me alegra que me hayas traído aquí. Es un lugar muy bonito.

El joven soldado mordisqueó su labio. Era la ocasión perfecta, así que decidió lanzarse: confesaría sus sentimientos uno a uno, le dejaría las cosas claras a Elizabeth, la callaría con un beso en los labios y luego esperaría una respuesta. Sus manos comenzaron a sudar, pues pese a tenerlo tan claro, aún estaba nervioso. Se armó de valor y resopló, para luego sujetar con ternura y aire protector las manos de la curandera.

-Llevo bastante tiempo queriéndote decir esto. Y no es algo fácil, porque creo que el corazón se me va a salir del pecho. Verás, desde esta cueva se puede ver todo. Y es precioso. Se pueden ver las aves, que vuelan por el firmamento; se pueden ver las grandes luces de las casas; se pueden ver los monumentos; se puede ver el mar, sus olas chocan contra pequeños granitos insignificantes. Se pueden ver tantas maravillas desde aquí. Pero la más bonita de todas eres tú. No… No digas nada, por favor. No aún. ¿Recuerdas esa apuesta que teníamos de niños? Jugábamos a los retos. Me dijiste que me atreviera a quererte. Fue hace tanto tiempo y aún me acuerdo. Recuerdo todo sobre ti. El caso es… Es… Es…

Beth se quedó inmóvil, con los ojos muy grandes, casi saliéndose de sus respectivas órbitas. Miró a otro lado, sin saber qué contestar, sin saber cómo reaccionar. No sabía bien qué quería. Pero antes de que el discurso terminara, Finn Lenmark posó sus labios sobre los de ella, y los besó con delicadeza. Elizabeth siempre había visto el rostro de Finn fuerte, como el de casi todos los entrenados, con una firme mandíbula y unos inflexibles labios. Por eso, verle así, verle casi arrodillado ante ella, fue muy extraño. Y también fue placentero. Se separaron y se miraron a los ojos. El beso no había durado más de un segundo, pero para ambos habían sido horas. Dicen que los malos momentos duran mucho; aquello no había sido exactamente malo, pero tampoco había sido agradable. La enfermera abrazó el cuello del guerrero, dispuesta a besarle, con timidez. Los dos sonrieron, felices.

Bum.

Todas las nubes se abrieron de par en par, dejando el cielo completamente vacío. Ninguno de los habitantes esperaba un ataque tan repentino como el que estaba teniendo lugar.

Bum.

Una gran nave con gruesos focos prácticamente chocó contra la tierra, causando la destrucción de la mitad de la ciudad, matando a un medio de la población. Se oían chillidos de desesperación. De repente, una avalancha de temblores, de extraños ruidos y de confusas luces. Todo parecía girar y dar vueltas y vueltas. A Beth se le iba a parar el corazón en cualquier momento. Nunca había presenciado algo así, era horrible. Todo estaba pasando demasiado deprisa: acababa de besar a su amigo y… y de repente… No sabía qué hacer, no sabía ni cómo se sentía. Observó cómo los edificios se caían al suelo, derrumbados, cómo todas las casas dejaban de estar en pie. Se oían llantos y gimoteos. Contempló cómo, sin poder hacer nada, la urbanización en la que solía vivir quedaba en ruinas. Su familia entera estaba en ese momento ahí. Beth no podía mirar más. Se arrastró al principio, pero consiguió ponerse en pie y comenzó a correr hasta el fondo de la caverna, donde se hizo un ovillo, sin dejar de chillar y de llorar. La tierra siguió moviéndose, se agitaba muy rápido, de un lado para otro, sin cesar. Abrió los ojos poco a poco, pero no podía ver nada con claridad por culpa de las lágrimas. Solo vio un cuerpo saliendo de la cueva.

–NO SALGAS DE AQUÍ. PROMÉTEMELO. VOLVERÉ. TENGO QUE AYUDAR –pronunció Finn.

Pero Beth no entendió nada, había demasiado ruido y demasiado caos.

War of Worlds: Alien InvasionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora