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Las velas se movían sobre sus cabezas. El agua bañaba los costados de la barca,
soñolienta e inmóvil bajo el sol. De vez en cuando las velas se agitaban con una leve
brisa, pero cesaba la brisa y cesaba el movimiento. La barca estaba inmóvil. Mr.
Ramsay estaba sentado en medio de la barca. Dentro de poco daría señales de
impaciencia, pensaba James; y Cam también lo pensaba, mientras miraba a su padre,
sentado en medio de la barca, entre ellos (James llevaba el timón, Cam estaba sentada
en la proa), con las piernas recogidas. Detestaba perder el tiempo. Seguro que dentro de
unos segundos diría algo del niño de los Macalister, que sacó los remos y empezó a
remar. Pero su padre, tras unos movimientos nerviosos, lo sabían, sólo se habría
quedado contento si hubieran ido volando. No dejaba de buscar una brisa, moviéndose
nervioso, diciendo cosas en voz baja, que Macalister y el hijo de Macalister podían oír,
y ambos podían sentirse muy mal. Les había hecho venir. Los había obligado. Como
estaban enfadados, esperaban que no soplara el viento, que todo le saliera mal, porque
los había obligado a ir en contra de su voluntad.
Al bajar a la playa, se habían rezagado, aunque les decía: «Venga, venga», pero
sin palabras. Miraban al suelo, como si les hiciera bajar las cabezas una galerna
implacable. No podían hablarle. Tenían que caminar, tenían que seguirlo. Tenían que
seguirlo con los paquetes envueltos en papel de estraza. Pero habían prometido
solemnemente, en silencio, mientras caminaban codo con codo, ayudarse y mantener
esta gran alianza: enfrentarse con la tiranía hasta morir. Y allí estaban sentados, una en
un extremo de la barca, el otro en el opuesto, callados. No decían nada, sólo lo miraban
de vez en cuando, sentado, con las piernas recogidas, el ceño fruncido y los
movimientos nerviosos, bisbiseando y hablando solo en voz baja, y esperando
impaciente a que soplara el viento. Y ellos querían que siguiera la calma. Querían que le
saliera mal. Querían que la excursión fuera un completo fracaso, y que tuvieran que
regresar, con los paquetes, a la playa.
Pero ahora, después de que el hijo de Macalister hubiera remado un poco, las
velas giraron lentamente, la barca cogió velocidad, se enderezó, salió volando.
Inmediatamente, como si se le hubiera quitado de encima un gran peso, Mr. Ramsay
estiró las piernas, sacó la petaca, la ofreció con un gruñido a Macalister, y se sintió, se
dieron cuenta, muy contento. Ahora ya podían seguir navegando así durante horas, y
Mr. Ramsay le haría una pregunta al bueno de Macalister -quizá sobre la galerna del
anterior invierno-, y el bueno de Macalister le respondería, y fumarían juntos las pipas,
y Macalister cogería una cuerda embreada e intentaría deshacer o hacer un nudo, y el
muchacho se dedicaría a pescar, y no dirían ni una sola palabra. James se sentiría en la
obligación de no despegar la vista de la vela. Porque si lo olvidaba, la vela se
desinflaría, se quedaría fláccida, la barca perdería velocidad, y Mr. Ramsay diría
enfadado: «¡Cuidado! ¡Cuidado!» Y el bueno de Macalister, lentamente, miraría hacia
atrás. Oyeron cómo le hacía la pregunta sobre la galerna de la pasada Navidad. «Entró
por allí», dijo el bueno de Macalister, describiendo la galerna de Navidad, diez barcos
buscaron refugio en la bahía; vio «uno ahí, otro allí, otro más allá» (señalaba despacio
hacia la bahía. Mr. Ramsay seguía la explicación, volvía la cabeza hacia atrás). Había
visto tres hombres aferrados a un mástil. Luego acabó la tempestad. «Por fin la
echamos», siguió (pero enfurecidos, callados, sólo cogían alguna palabra de vez en
cuando; estaban sentados en los extremos de la barca, unidos por el juramento de luchar
contra la tiranía hasta la muerte). Por fin la habían expulsado, habían botado la barca de salvamento, y la habían llevado hasta más allá de la punta... Macalister contaba la histo-
ria; y aunque sólo oían alguna palabra de vez en cuando, eran muy conscientes todo el
tiempo de la presencia de su padre: cómo se inclinaba hacia delante, cómo su voz armo-
nizaba con la de Macalister; cómo, al chupar de la pipa, y mirando aquí y allá, hacia
donde señalaba Macalister, disfrutaba con la idea de la galerna, y de la noche oscura, y
de los pescadores luchando. Le gustaba que los hombres trabajaran y se esforzaran en la
playa, batida por el viento, durante la noche, oponiendo los músculos y la mente contra
las olas y el viento; le gustaba que los hombres trabajaran así, y que las mujeres se
quedaran en casa, y se sentaran a la cabecera de las camas de los niños, mientras los
hombres se ahogaban, afuera, en medio de la galerna. James podría afirmar, y Cam po-
dría afirmar (lo miraban, se miraban entre sí), por el movimiento, por la atención, por el
timbre de la voz, y por el tenue acento escocés que había adoptado, que también a él le
hacía parecer un campesino, al preguntar a Macalister sobre los once barcos que se
habían recogido en el interior de la bahía. Tres de ellos naufragaron.
Miraba orgulloso en la dirección que señalaba Macalister; y Cam pensaba,
sintiéndose orgullosa de él, sin saber muy bien por qué, que si él hubiera estado allí,
habría lanzado al agua el bote salvavidas, habría llegado hasta el barco naufragado,
pensaba Cam. Era tan valiente, le gustaba tanto la aventura, pensaba Cam. Pero se
acordó. Estaba el pacto. Enfrentarse con la tiranía hasta morir. Este dolor los apesadum-
braba. Se les había obligado, se les había dado una orden. Los había sometido de nuevo
con su malhumor y su autoridad, obligándolos a hacer lo que les decía, esta hermosa
mañana; obligándolos a venir, porque así lo quería, para llevar los paquetes, al Faro; a
tomar parte en estos ritos en los que le gustaba participar por el propio placer de
recordar a los muertos; y ellos lo detestaban, remoloneaban tras de él, había despojado
el día de todo su placer.
Sí, la brisa refrescaba. La barca se balanceaba, cortaba el agua en dos, y se
derramaba en verdes cataratas, se abría en burbujas, en cascadas. Cam miraba la
espuma, la mar con todos sus tesoros; la velocidad la hipnotizaba; y el pacto entre ella y
James se debilitaba un poco. Comenzó a pensar: Qué aprisa se mueve. ¿Adónde
vamos?, y el movimiento la hipnotizaba; mientras que James, con la mirada en la vela,
en el horizonte, llevaba el timón con gesto adusto. Pero comenzaba a pensar también él
que mientras llevara el timón podría escapar, podía deshacerse de todo. Podían
desembarcar en cualquier parte, ser libres. Ambos, mirándose fugazmente, tuvieron una
sensación de huida, de exaltación, a causa de la velocidad y del cambio. Pero la brisa
traía idéntica excitación a Mr. Ramsay, y, cuando el bueno de Macalister se volvió para
echar el sedal por la borda, gritó: «Morimos», y después, «a solas». A continuación, con
el acceso de costumbre de arrepentimiento y timidez se contuvo, y saludó la costa con la
mano.
«Mirad la casita», dijo, mientras señalaba, haciendo mirar a Cam. Ella se irguió
de mala voluntad, y miró. Pero ¿cuál era? No sabría decir cuál era la casa, allí, en la
falda de la colina. Todo parecía lejano, en paz y extraño. La costa parecía muy cuidada,
lejana, irreal. La poca distancia que habían recorrido navegando los había alejado
mucho, y le había hecho cambiar de aspecto, tenía ahora un aspecto bien cuidado,
aspecto de algo que se retrae, algo en lo que uno ha dejado de participar. ¿Cuál era la
casa? No sabía identificarla.
«Pero un mar más airado me acogió a mí», murmuraba Mr. Ramsay. Había
hallado la casa, y al verla se había visto a sí mismo allí; se había visto paseando por la
terraza, solo. Paseaba de un lado a otro entre los grandes jarrones; y se le veía muy
envejecido, vencido. Aquí, sentado en la barca, se le veía vencido, se encogió, comenzó
al momento a representar su papel: el papel de un infeliz, un viudo, un desposeído; y así conjuraba todo el ejército de quienes se compadecían de él; representaba ante sí mismo,
en la barca, una breve tragedia, una tragedia que le exigía estar decrépito y exhausto y
tener penas (elevó las manos y vio lo descamadas que estaban, para confirmar su
sueño); y a continuación le venía con abundancia la compasión de las mujeres, y se
imaginaba cómo lo consolarían v se condolerían de él, y obteniendo de este sueño la
idea del exquisito placer del cariño de las mujeres, suspiró, y dijo dulcemente y apesa-
dumbrado:
Morimos, a solas cada uno,
Pero un mar más airado me acogió a mí.
Todos oyeron con claridad las tristes palabras. Cam se sobresaltó un poco. La
sorprendió, se encolerizó. El movimiento atrajo la atención de su padre; hizo un
movimiento involuntario; de repente, exclamó: «¡Mirad! ¡Mirad!», con tanta
vehemencia que James también volvió la cabeza para mirar hacia la isla por encima del
hombro. Todos miraban. Miraban hacia la isla.
Pero Cam no veía nada. Pensaba en cómo se habían borrado todos esos senderos
que cruzaban el césped, densamente poblados con las vidas que habían vivido sobre
ellos, habían desaparecido, eran el pasado, eran lo irreal, lo real ahora era esto: la barca
y la vela con el remiendo, Macalister con los pendientes, el ruido de las olas; todo esto
era lo real. Pensando en esto, murmuraba ella para sí: «Morimos, a solas», porque las
palabras de su padre no dejaban de dar vueltas y más vueltas en su mente; cuando su
padre, viendo que miraba como sin ver, comenzó a burlarse de ella. ¿Es que no conocía
los puntos cardinales?, preguntaba, ¿la brújula? ¿No distinguía el norte del sur? ¿Es que
de verdad pensaba que vivían allí? Volvía a señalar, y le mostraba dónde estaba la casa,
allí, entre aquellos árboles. Le gustaría que ella fuera más precisa, le decía: «Vamos a
ver, ¿dónde está el este, y dónde está el oeste?», le decía, medio riéndose de ella, medio
riñéndola, porque no podía comprender qué clase de mente sería la suya, si es que no
era completamente imbécil, que no conocía los puntos cardinales. Y ella no lo sabía. Y
viendo cómo miraba, sin ver, pero con ojos asustados, y con la mirada dirigida hacia
donde no estaba la casa, Mr. Ramsay olvidó su sueño: cómo paseaba de un lado a otro
entre los jarrones de la terraza, cómo se extendían los brazos para acogerlo. Pensaba, las
mujeres son siempre así; la inconcreción de sus mentes no tiene remedio; era algo que
nunca había podido entender, pero así era. Así había sido ella, su propia mujer. No
podían conseguir que hubiera algo que se quedara firmemente grabado en sus mentes.
Pero no debía haberse enfadado con ella, lo que es más, ¿es que en el fondo no era eso
lo que le gustaba de ellas? Era parte de su extraordinario encanto. Haré que ella me
sonría, pensaba. Parece asustada. Era tan callada. Cerró la mano, y decidió que su voz y
su cara y todos los rápidos gestos expresivos que le habían obedecido y habían hecho
que le gente se apiadara de él y lo alabaran durante todos estos años se sosegaran.
Conseguiría que le sonriera. Encontraría algo agradable que decirle. Pero ¿qué? Porque,
absorto en sus tareas, como lo estaba, había olvidado qué clase de cosas se decían.
Estaba el cachorro. Tenían un cachorro. ¿Quién lo atendía hoy?, preguntó. Sí, pensaba
James implacable, viendo el perfil de la cabeza de su hermana contra la vela, ahora
cederá. Se quedaría solo para luchar contra el tirano. Quedaría él solo para continuar la
lucha, para hacer honor al pacto. Cam no será capaz de enfrentarse con la tiranía hasta
morir, pensaba sombrío, observando la cara, triste, hosca, débil. Y como con frecuencia
sucede cuando una nube cae sobre la verde falda de una colina y desciende la presió
barométrica y ahí en medio de las demás colinas está la pena y la tristeza, y parece
como si las demás colinas reflexionaran sobre la mala suerte de la nublada, de la
ensombrecida, con piedad o maliciosamente regocijadas por su pena, de igual forma,
Cam se sentía triste, sentada ahí, en medio de gentes en calma, decididas, y se
preguntaba que cómo respondería a su padre respecto del cachorro; cómo resistirse a
esta petición: perdóname, atiéndeme; mientras que James, el legislador, con las tablas
de la sabiduría eterna abiertas sobre las rodillas (la mano sobre el timón se había
convertido en algo simbólico para ella), decía: Resiste. Lucha. Tenía razón, era justo.
Porque debían luchar contra la tiranía hasta la muerte, pensaba ella. De todos los valores
humanos, era el de la justicia el que más reverenciaba. Su hermano era lo más parecido
a un dios; su padre, a alguien que solicitara algo con humildad. Ante quién se rendiría,
pensaba, sentada entre ambos, mirando hacia la costa, cuyos puntos eran completamente
desconocidos para ella, y pensando en cómo el jardín y la terraza y la casa se habían
difuminado, y ahora habitaba allí la paz.
«Jasper», dijo de forma hosca. Él cuidará del cachorro.
¿Qué nombre iba a ponerle?, su padre persistía. Él había tenido un perro de niño,
se llamaba Frisk. Se rendirá, pensaba James, mientras veía cómo le cambiaba la cara, un
cambio que recordaba de otras ocasiones. Ellas bajan la mirada, pensaba, miran las
labores o cualquier otra cosa. Luego, de repente, la levantan. Hubo un destello azul,
recordaba él, y entonces una, que se sentaba a su lado, se rió, se rindió, y él se enfadó
mucho. Debió de haber sido su madre, pensaba, tejiendo en la silla baja, y su padre en
pie, junto a ella. Comenzó a buscar en la infinita serie de impresiones que el tiempo
había depositado en su cerebro: hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue, delicada,
incesantemente; entre aromas, sonidos (voces, ásperas, huecas, cariñosas), entre las
luces que se movían, entre las escobas que barran, entre el ir y venir de la mar, advertía
la presencia de un hombre que iba de un lado a otro, y de repente se quedaba inmóvil,
erguido, junto a ellos. Mientras tanto, advirtió, Cam mojaba los dedos en el agua, y
miraba fijamente la costa, y seguía callada. No, no se rendirá, pensó él; es diferente,
pensaba. Muy bien, si Cam no quería contestar, no la molestaría más, decidió Mr.
Ramsay, palpándose los bolsillos en busca de un libro. Pero ella sí que quería
responder; deseaba, con pasión, poder derribar algún obstáculo que estorbaba su lengua,
y quería poder decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Incluso quería poder decir, ¿era ése
el perro que se encontró en el camino después de haberlo perdido en el páramo? Pero,
hiciera lo que hiciera, no se le ocurría decir nada parecido a eso; había decidido cumplir
con lealtad el pacto, querría hacer llegar a su padre, sin que James lo advirtiera, una
muestra privada del amor que sentía hacia él. Porque pensaba, mientras jugaba con el
agua (el hijo de Macalister había cogido una caballa, y daba coletazos en el suelo, había
sangre en las agallas), porque pensaba, mientras miraba a james, quien, a su vez, no
apartaba la ecuánime mirada de la vela, o dirigía la vista fugazmente al horizonte, tú no
estás expuesto a correr este riesgo, a esta intensidad y división de sentimientos, a esta
tentación extraordinaria. Su padre se palpaba los bolsillos; un segundo más, y hallaría el
libro. Porque nadie la atraía más; sus manos le parecían hermosas, y sus pies, y su voz,
y sus palabras, y su prisa, y su genio, y sus rarezas, y su pasión, y lo de decir sin
miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y su lejanía. (Ya había abierto el
libro.) Pero lo que no dejaba de ser intolerable, pensaba, sentada rígida, y viendo cómo
el hijo de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era esa crasa y ciega
tiranía suya que había envenenado su infancia, y había levantado amargas tempestades;
de forma tal que incluso ahora se despertaba en medio de la noche, temblando de ira, y
recordaba alguna orden de él, alguna insolencia: «Haz esto», «Haz aquello»; su
autoridad: su «Obedéceme».
De forma que no dijo nada, sino que siguió mirando de forma terca y triste hacia
la costa, envuelta en su manto de paz; como si la gente que hubiera en ella se hubiera
dormido, pensaba; como si fueran libres como el humo; como si tuvieran la libertad de
ir y venir como fantasmas. Allí no hay sufrimiento, pensó.

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