Tanto es lo que depende, pues, pensaba Lily Briscoe, mirando hacia la mar casi
completamente sin manchas, tan delicada que las velas y las nubes parecían incrustadas
en el azul, tanto depende, pensaba, de la distancia, de si la gente está cerca de nosotros,
o lejos de nosotros; porque sus sentimientos hacia Mr. Ramsay habían cambiado
mientras se alejaba navegando más y más por la bahía. Parecía lejano, remoto; parecía
cada vez más lejano. Parecía como si la mar, en aquel azul, en aquella lejanía, se los
hubiera tragado a él y a sus hijos; pero aquí, en el jardín, a mano, Mr. Carmichael de
repente gruñó. Ella se echó a reír. Agarró el libro que se hallaba sobre el césped. Se
movió en la tumbona, resoplando como si fuera algún monstruo marino. Esto era
diferente, porque estaba muy cerca. Volvía todo de nuevo a la calma. A estas horas ya
se habrían levantado todos, supuso, mirando a la casa, pero no vio a nadie. Recordó:
siempre se iban corriendo en cuanto terminaban la comida, cada uno a lo suyo. Todo
armonizaba con este silencio, con este vacío, con la irrealidad de la madrugada. Era una
forma que las cosas tenían a veces, pensaba, demorándose durante un momento, y
mirando hacia alguna de las luminosas ventanas, hacia el penacho de humo azul: se
convertían en algo irreal. A veces, al regresar de un viaje, o tras una enfermedad, antes
de que los viejos hábitos hubieran vuelto a aflorar, sentía una la misma clase de
irrealidad, una irrealidad muy sorprendente; sentía que había algo que brotaba. La vida
en esos momentos era más animada. Podía estar completamente tranquila. Afortu-
nadamente no tenía que decir, muy animada, al cruzar el jardín para saludar a la buena
de Mrs. Beckwith, que buscaba un rincón en el que sentarse: «¡Ah, buenos días, Mrs.
Beckwith!, ¡Qué día tan maravilloso! ¿Se atreve a sentarse al sol? Jaspers ha escondido
las sillas. ¡Voy a buscarle una!»; la cháchara de costumbre. No tenía una por qué abrir la
boca. Se dejaba ir, con las velas desplegadas (ya había movimiento en la bahía, las
barcas zarpaban) en medio de las cosas, más allá de las cosas. No estaba vacía, sino
llena a rebosar. Parecía estar inmersa en alguna clase de sustancia que le llegaba a los
labios, parecía moverse, flotar y hundirse en ella; sí, porque estas aguas eran profundas
hasta lo insondable. Muchas vidas se habían derramado en ellas. Las de los Ramsay, las
de los niños, y toda clase de restos y retales de las cosas. Una lavandera con la cesta;
una liliácea como una barra al rojo vivo, los púrpuras y verdegrises de las flores: algún
sentimiento común que unía todas las cosas.
Era quizá un sentimiento semejante de algo completo el que, hace diez años, en
pie, casi en el mismo lugar donde ahora estaba, le había hecho decir que debía de estar
enamorada de este lugar. El amor tiene millares de formas. Pudiera haber amantes entre
cuyos dones se contara el de poder elegir los elementos de las cosas, el de ponerlos
juntos, para así, dándoles una integridad de la que carecían en la vida real, convertirlos
en una escena, o en una reunión de personas (todas ahora desaparecidas o separadas),
una de esas confabulaciones en la que se demora el pensamiento, y con la que juega el
amor.
Sus ojos reposaban en la mancha de color castaño de la barca de Mr. Ramsay.
Llegarán al Faro a la hora del almuerzo, pensaba. Pero el viento había refrescado, y el
cielo cambió imperceptiblemente, las barcas habían cambiado de posición, y el paisaje,
que el momento anterior parecía fijado para la eternidad, no era nada agradable ahora.
El viento había revuelto la estela de humo, había algo desagradable en la nueva posición
de las barcas.
La incongruencia ante ella parecía haber alterado alguna armonía de su propia
mente. Sintió una pena sorda. Se le confirmó cuando regresó al cuadro. Había
desperdiciado la mañana. Por algún motivo no podía lograr ese equilibrio como de filo
de navaja de las dos fuerzas enfrentadas: Mr. Ramsay y el cuadro, y el equilibrio era
imprescindible. ¿Quizá había algo incorrecto en el dibujo? ¿Era, se preguntaba, que la
línea de la tapia necesitaba una interrupción?, ¿era el volumen del arbolado demasiado
pesado? Se sonrió irónicamente; ¿es que no se había dicho, al comienzo, que había
resuelto el problema?
¿Cuál era, pues, el problema? Tenía que intentar asir algo que la eludía. La
eludía cuando pensaba en Mrs. Ramsay, la eludía cuando pensaba en el cuadro. Acudían
las palabras. Acudían las imágenes. Hermosas pinturas. Hermosas frases. Pero lo que
quería asir era el temblor en los nervios, la cosa en sí, antes de que se convirtiera en otra
cosa. Conseguir eso y empezar de cero, conseguirlo y empezar de cero, se decía con
desesperación, colocándose con firmeza ante el caballete. Era una máquina triste, una
máquina ineficaz, pensaba, el aparato humano, para pintar o para sentir, siempre se
estropeaba en el momento crítico; con heroísmo, debe obligarse una a seguir. Se quedó
mirando con el entrecejo fruncido. Ahí estaba el seto, no cabía duda. Pero no se
conseguía nada pidiendo con insistencia. Lo único que conseguía una era que te
deslumbrara el mirar tanto tiempo la línea de la tapia, o el pensar... llevaba un sombrero
gris. Era sorprendentemente hermosa. Que venga, pensó, si ha de venir. Porque hay
momentos en que una no puede ni pensar ni sentir. Pero sin pensar ni sentir, ¿dónde está
una?
Aquí, en el jardín, en este césped, pensaba, sentándose, y examinando con el
pincel una diminuta colonia de llantenes. Porque el césped estaba descuidado. Sentada
aquí en el mundo, pensaba en que no podía desprenderse de esa idea de que todo esta
mañana estaba sucediendo por primera vez, o quizá por última vez; al igual que un
viajero sabe, incluso medio dormido, con sólo mirar por la ventanilla del tren, que es
ahora cuando debe mirar, porque no volverá a ver nunca esta ciudad, o el carro tirado
por una mula, o aquella labradora de aquel campo. El jardín era el mundo; allí estaban
juntos, en esta condición de exaltación, pensaba, mirando al bueno de Mr. Carmichael,
que parecía (aunque no se habían hablado en todo el tiempo) compartir sus pensamien-
tos. Quizá no volvería a verlo. Se hacía viejo. Recordó, sonriendo ante la zapatilla que
se movía en la punta del pie, que cada vez era más famoso. Decían que su poesía era
«muy hermosa». Seguían publicando cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora
había un hombre famoso que se llamaba Carmichael; se sonrió, pensando en la cantidad
de formas que podía adoptar un hombre, cómo era una persona que aparecía en los
periódicos, pero también era el mismo que había sido siempre. Parecía que era el de
siempre... quizá alguna cana más. Sí, el mismo aspecto de siempre, pero alguien había
dicho, lo recordaba, que cuando se enteró de la muerte de Andrew Ramsay (murió
instantáneamente, una granada; habría llegado a ser un gran matemático), Mr. Car-
michael había «perdido todo interés en la vida». ¿Qué querían decir?, se preguntaba.
¿Había ido a manifestarse a Trafalgar Square armado con un buen palo? ¿Había
empezado a pasar páginas y más páginas sin leerlas, sentado en su habitación de St.
John's Wood? No sabía qué es lo que había hecho, cuando se enteró de que Andrew
había muerto, pero en todo caso ella advertía que algo le había ocurrido. Ellos dos sólo
se saludaban con susurros en la escalera, miraban al cielo, decían que haría bueno, o que
no haría bueno. Pero ésta era una de las formas de conocerse la gente, pensaba: de co-
nocer el conjunto, no los detalles, sentarse en el jardín de cualquiera, y ver cómo las
faldas de una colina se volvían de color purpúreo en una lejanía de brezos. Así es como
ella lo conocía. Sabía que en cierta forma había cambiado. Nunca había leído un solo
verso de él. No obstante, pensaba que sabía cómo era su poesía, lenta y sonora. Era
madura y sabrosa. Trataba del desierto y del camello. De las palmeras y de los
crepúsculos. Era extraordinariamente impersonal; algo decía acerca de la muerte; pero
decía muy poco sobre el amor. Había una cierta lejanía en él. Necesitaba muy poco de
los demás. ¿No había cruzado siempre a trompicones por la puerta de la sala hacia el
jardín con el periódico bajo el brazo, intentando evitar a Mrs. Ramsay, a quien por algún
motivo no apreciaba mucho? Por ello mismo, ella, por supuesto, siempre intentaba que
se detuviera. Él le hacía una reverencia. Se paraba en contra de su voluntad, y hacía una
gran reverencia. A ella le fastidiaba que él no quisiera nada de ella, y Mrs. Ramsay le
preguntaba si no quería el abrigo, una alfombra, el periódico. No, no quería nada.
(Ahora era cuando él se inclinaba.) Había algún rasgo de ella que a él no le gustaba
mucho. Quizá era lo dominante que era, lo positiva que era, lo de ir directa al grano. Era
muy sincera.
(Un ruido que procedía de la ventana de la sala la distrajo, el chirrido de un
gozne. Una leve brisa jugaba con la ventana.)
Debe de haber habido personas a quienes no les gustara ella, pensaba Lily. (Sí,
se daba cuenta de que el peldaño de la sala estaba vacío, pero no le afectaba de ninguna
manera. Ahora no necesitaba a Mrs. Ramsay.) Había quien pensaba que era demasiado
segura, demasiado radical. Quizá incluso su belleza ofendía a algunos. ¡Qué monótono,
seguro que era eso lo que decían, siempre igual! Las preferían de otra clase: morenas,
animadas. Además era débil con su marido. Le dejaba hacer escenas. Además era
reservada. Nadie sabía con exactitud qué es lo que le pasaba. Y en fin (para volver de
nuevo a la antipatía de Mr. Carmichael), no podía una imaginarse a Mrs. Ramsay
pintando, o tendida, leyendo toda una mañana en el jardín. Era impensable. Sin decir
una palabra, la única muestra de su actividad era la cesta que colgaba de su brazo, se iba
al pueblo, a ver a los pobres, a sentarse en algún dormitorio diminuto y asfixiante. Una
vez tras otra, Lily la había visto irse en silencio en medio de algún juego, de alguna
conversación, con la cesta bajo el brazo, muy erguida. Había advertido el regreso. Había
pensado, medio riéndose (era tan metódica con lo de las tazas de té), medio emocionada
(su belleza le cortaba la respiración a una): hay ojos a los que cierra el dolor que la han
contemplado. Ha estado con ellos.
Luego Mrs. Ramsay se sentía fastidiada porque alguien llegaba tarde, o porque
la mantequilla estaba rancia, o porque se había desportillado la tetera. Durante todo el
rato en que no había dejado de decir que la mantequilla estaba rancia, una pensaba en
templos griegos, y en cómo la belleza había residido allí en ellos. Nunca hablaba de
ello: se iba, puntual, directa. Su intuición le pedía que se fuera, al igual que las go-
londrinas buscan el sur; las alcachofas, el sol; se dirigía de forma infalible hacia la
especie humana, anidaba en su corazón. Ésta, como todas las intuiciones, apenaba un
tanto a quienes no participaban de ella; quizá, a Mr. Carmichael; a ella, por supuesto.
Alguna idea tenían ambos acerca de lo ineficaz de la acción, de la supremacía del
pensamiento. Su marcha era un reproche hacia ellos, daba un leve cambio al rumbo del
mundo, de forma que se veían obligados a protestar, advirtiendo que sus propios juicios
desaparecían, y que en vano intentaban asirlos mientras se esfumaban. Charles Tansley
también lo hacía: por eso, en parte, no gustaba a nadie. Trastomaba las proporciones del mundo. Qué habría sido de él, se preguntaba, moviendo distraída los llantenes con el
pincel. Tenía su puesto de profesor. Se había casado, vivía en Golders Green.
En una ocasión había entrado en una sala, durante la guerra, y él daba una
conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba el amor fraternal. Le
sorprendió que hablara de amor a los semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de
otro, quien había fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza,
Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben escribir, no saben
pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera sino porque, por alguna rara razón, deseara
creerlo? Ahí estaba, flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había
hormigas entre los llantenes a las que molestaba con el pincel: hormigas rojas,
enérgicas, bastante parecidas a Charles Tansley). Se había quedado mirándolo de forma
irónica, en la sala medio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de
repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera rodando por las olas, y Mrs.
Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he
perdido, ¡qué fastidio! No se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a millares todos los
veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello, como si temiera que
tuviera que dar por buena semejante exageración, pero la aceptara en aquella persona
que le gustaba, y le dirigió una sonrisa llena de encanto. Debía de haberse sincerado con
ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se desperdigaban y regre-
saban a casa separados. Pagaba la educación de su hermana menor, le había dicho a Lily
Mrs. Ramsay. Lo cual hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella
tenía de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes con el pincel.
Después de todo, la mitad de las ideas que tenía cualquiera sobre los demás eran
grotescas. Servían para fines particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expia-
torio. Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando estaba de mal
humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que servirse de las frases de Mrs.
Ramsay, para verlo con los ojos de ella.
Levantó un montoncito de arena para que se subieran a ella las hormigas. Las
redujo a un frenesí de indecisiones al interferir en su cosmogonía. Unas corrían en una
dirección; otras, en otra.
Necesitaba una cincuenta pares de ojos para ver, reflexionó. Cincuenta pares de
ojos no bastaban para completar el retrato de esa mujer, pensó. Entre ellos, debería de
haber un par que fuera completamente ciego ante su belleza. Lo que una
verdaderamente necesitaba era alguna clase de sentido secreto, fino como el aire, con el
cual introducirse por los ojos de las cerraduras, y rodearla cuando estuviera sentada te-
jiendo, hablando, sentada en silencio, sola, en la ventana; que tomara y atesorara -como
el aire que contenía el penacho de humo del vapor- sus pensamientos, su imaginación,
sus deseos. ¿Qué significaba el seto para ella?, ¿qué significaba el jardín para ella?,
¿qué significaba para ella que rompiera una ola? (Lily levantó la mirada, de la misma
forma en que Mrs. Ramsay la levantaba; también ella oyó cómo una ola rompía en la
playa.) Entonces, ¿qué era lo que se agitaba y temblaba en su mente cuando los niños
decían: «árbitro, árbitro», cuando jugaban al críquet? Dejaba de tejer durante un
segundo. Miraba con atención. Luego volvía a su estado anterior, y de repente los pasos
de Mr. Ramsay se detenían frente a ella, alguna curiosa conmoción parecía recorrerla, y
parecía mecerse ella en el seno de alguna profunda agitación, cuando se quedaba allí, y
la miraba desde arriba. Lily estaba viéndolo a él.
Él alargaba la mano, y la ayudaba a levantarse. Parecía, en cierta forma, como si
ya lo hubiera hecho anteriormente, como si ya se hubiera inclinado anteriormente, y la
hubiera ayudado a descender de una barca que, a unas pocas pulgadas de alguna isla,
hubiera requerido que a las damas las ayudaran los caballeros de esta forma. Una escena anticuada era ésta, que requería, sin duda, miriñaques y pantalones de etiqueta. Al dejar
que él la ayudara, Mrs. Ramsay había pensado (suponía Lily) que había llegado el
momento; sí, se lo diría ahora. Sí, se casaría con él. Bajó lenta, tranquilamente a la
orilla. Quizá sólo dijo una palabra, dejando su mano en la de él. Nos casaremos, quizá
había dicho, con la mano en la de él, pero nada más. Una vez tras otra pasaba entre
ambos la misma emoción: era obvio que sí, pensó Lily, mientras disponía un camino
para las hormigas. No se lo inventaba, estaba arreglando algo bastante liado que le había
entregado hacía unos años, algo que había visto. Porque en el desorden de la vida diaria,
con todos aquellos niños por allí, todos aquellos visitantes, una tenía constantemente un
sentido de que todo se repetía, de que algo caía donde anteriormente hubiera caído otra
cosa, despertando un eco que resonara en el aire, y lo llenara de vibraciones.
Pero sería un error, pensaba, reflexionando en cómo habían salido a pasear
juntos, ella con el chal verde, él con la corbata al viento, del brazo, más allá del
invernadero, para simplificar sus relaciones. No era la monotonía de la felicidad: ella
con sus impulsos y su rapidez; él con sus estremecimientos y sus depresiones. Ah, no.
La puerta de la habitación bien podía dar un portazo de madrugada. Él quizá lanzaba
zumbando el plato por la ventana. A continuación la casa se llenaba de portazos y de
cortinas que volasen como si soplara el viento de repente, y la gente volase a echar los
cierres para que todo estuviese en orden. Así se había encontrado un día a Paul Rayley
en la escalera. Se habían reído sin cesar, como una pareja de niños, y todo porque Mr.
Ramsay se había encontrado una tijereta en la leche al desayunar, y había tirado todo
hacia la terraza. «Una tijereta -murmuraba Prue, sorprendida-, en la leche.» Los demás
quizá se encontraran un ciempiés. Pero él había levantado tal muralla de santidad, y
ocupaba el espacio con una solemnidad tan majestuosa, que una tijereta en su leche era
un monstruo.
Pero asustaba a Mrs. Ramsay, la intimidaba un poco esto de que los platos
salieran zumbando por el aire, que las puertas dieran portazos. Se interponían entre ellos
largos y embarazosos silencios, cuando, en un estado mental que no le gustaba a Lily
ver en ella, medio quejumbrosa, medio enfadada, parecía incapaz de sufrir la tempestad
con calma, o de reírse cuando los demás se reían; aunque tal vez el cansancio ocultase
algo. Se quedaba pensativa, callada. Al rato, él se acercaba de forma furtiva a donde ella
solía estar, paseaba junto a la ventana donde ella solía sentarse a escribir cartas o a char-
lar, porque ella se cuidaba mucho de parecer muy ocupada cuando él aparecía, para
evitarlo, para fingir que no lo veía. Luego él volvía a ser suave como la seda, afable,
cortés, e intentaba congraciarse con ella. A pesar de todo, ella mantenía las distancias, y
ahora le tocaba a ella durante un periodo breve exhibir algunos de esos orgullos y aires
que eran la consecuencia de su belleza, de los que, en general, prescindía por completo;
volvía la cabeza, miraba por encima del hombro; siempre con alguna Minta, Paul o
William Bankes junto a ella. Al cabo del tiempo, siempre él fuera del grupo, la viva
imagen de un lobo hambriento (Lily salió del jardín, se acercó a mirar los escalones de
la sala, se acercó a la ventana, donde lo vio en aquella ocasión), él pronunciaba el
nombre de ella, sólo una vez, en todo parecido a un lobo que aullase en medio de la
nieve, pero ella seguía resistiéndose; lo repetía, y esta vez algo en el tono la afectaba a
ella, y se acercaba a él, dejándolos a todos de repente, y desaparecían entre los perales,
los repollos y las frambuesas. Y lo solucionaban juntos. Pero ¿con qué gestos?, ¿con
qué palabras? Tal era la dignidad que caracterizaba su relación que, desentendiéndose,
Paul, Minta y ella escondían su curiosidad y su malestar, y comenzaban a cortar flores, a
jugar con el balón, o a charlar, hasta que llegara la hora de la cena; y entonces volvían
los dos como si nada hubiera pasado, él en un extremo de la mesa, ella en el otro.
«¿Cómo es que no os interesa a ninguno la botánica...? Con esos brazos y
piernas, ¿por qué no ...?» Así es como hablaban ordinariamente, riéndose, entre los
niños. Todo volvía a ser como siempre, excepto por algún que otro mínimo temblor,
como de una hoja al viento, que fuera y viniera entre ellos, como si la estampa de
costumbre de los niños sentados en torno a los platos de sopa se hubiera remozado a sus
ojos tras pasar aquella hora entre peras y repollos. Mrs. Ramsay, pensaba Lily, miraba
de forma especial, aunque fugazmente, a Prue. Allí estaba sentada, una hermana más
entre hermanos, siempre tan atareada; procurando, al parecer, que nada saliera mal,
apenas hablaba. ¡Cómo se habrá enfadado consigo misma por lo de la tijereta en la
leche! ¡Qué pálida se había quedado cuando Mr. Ramsay arrojó el plato zumbando a
través de la ventana! ¡Cómo sufría en los intervalos de silencio que había entre ellos! En
todo caso su madre parecía estar intentando consolarla ahora, le confirmaba que todo
estaba bien, le prometía que cualquier día de éstos ella obtendría una felicidad idéntica.
Sin embargo, menos de un año había disfrutado de esa clase de felicidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, pensaba Lily, entrecerrando los ojos,
retrocediendo como si fuera a mirar el cuadro, al que no tocaba, sin embargo, con todas
sus facultades como en trance, helada la superficie, pero moviéndose algo por debajo
con gran velocidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y esparció por el jardín, y, con
desgana y titubeante, pero sin preguntas ni quejas -¿no poseía la facultad de obedecer
los dictados de la perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca,
adornada con flores, así es como le habría gustado pintarla. Las olas sonaban con agrio
ruido en las rocas bajo ella. Se fueron, los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la cabeza,
caminando más aprisa que los demás, como si confiara en ver a alguien a la vuelta de la
esquina.
De repente, la ventana a la que miraba se iluminó con alguna luz que se había
encendido en el interior. Por fin había entrado alguien en la sala, alguien se había
sentado en el sillón. Por el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no
se sienta obligado a venir a hablar conmigo. Misericordiosamente, quienquiera que
fuese se había quedado en el interior, y se había acomodado de forma que por una ver-
dadera suerte proyectaba una sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón.
Alteraba un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Estaba
volviéndole la inspiración. Tenía que seguir mirando, sin relajar ni un segundo la
intensidad de la emoción, la determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse
engañar. Había que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de ebanista, y no
podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería una, pensaba, cogiendo
intencionadamente pintura con el pincel, era mantenerse a la altura de las experiencias
ordinarias de la vida, sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y,
sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un éxtasis. Quizá después de
todo podría resolverse el problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una
sombra blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió de haberse
movido en el interior de la habitación. Le dio un salto el corazón, y se apoderaron de
ella los nervios, se sintió mal.
«¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el antiguo
horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese poder? Luego, al calmarse,
tranquilamente, también eso se convirtió en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura
de la silla, de la mesa. Mrs. Ramsay -era eso parte de la perfecta benevolencia con la
que siempre había considerado a Lily- se sentaba allí con toda sencillez, en el sillón; las
agujas destellaban de vez en cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba
una sombra sobre el escalón. Allí es donde se sentaba.
Como si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz de
dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban su cabeza, por causa de
lo que estaba viendo, Lily fue más allá de donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel,
hasta el borde del jardín. ¿Dónde estaba la barca en estos momentos? ¿Mr. Ramsay? Lo
necesitaba.
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Al faro
ClassicsVirginia Woolf explora en Al faro su propio pasado familiar y vuelca aquellos interrogantes que siempre la inquietaron: la razón de la vida, el beneficio o la inutilidad de alcanzar una meta y la inevitable muerte.